Historias en los documentos

Simona Calzada y la “Junta de Damas de Honor y Mérito”

Entre un sinnúmero de personajes que nos salen al paso como sujetos activos o pasivos de mil avatares de la vida madrileña de otros tiempos, cabe destacar a una mujer singular, Simona Calzada y Embite. Pocos datos tenemos de su biografía, pero sí sabemos que ocupó el cargo de “curadora” de la Inclusa de Madrid. Hay que señalar que esta institución, que funcionaba como tal desde finales del s. XVI, estaba regida por un rector [1], pero a partir de 1799 la gestión de esta importante entidad benéfica queda encomendada a la “Junta de Damas de Honor y Mérito”, que se sitúa por encima de aquél. Esta fue la primera asociación de mujeres de España; se constituyó en 1787 y continúa activa hasta hoy [2]. Surgió como sección de la Sociedad Matritense de Amigos del País, a raíz del ingreso de dos mujeres ilustradas,  María Isidra Quintina de Guzmán y de la Cerda, conocida como “la doctora de Alcalá”, primera mujer en España en obtener un doctorado, y María Josefa Alfonso Pimentel y Téllez-Girón, condesa de Benavente y Duquesa de Osuna, gran amante de la literatura y la pintura (encargó numerosas obras a Francisco de Goya).
 
En este contexto tiene lugar la actividad de nuestra protagonista, Simona Calzada, de la que sabemos por la documentación conservada que estaba activa en el primer tercio del s. XIX [3]. La Inclusa de Madrid se había instalado en 1807 en un gran edificio de la calle de Embajadores, y allí las amas de cría, el médico y varias enfermeras atendían a los lactantes. Pero ante el creciente número de niños, la Junta tenía que recurrir a amas externas, no solo para la lactancia sino para el cuidado posterior, algo que ya se hizo en siglos anteriores (recuérdese el post sobre el niño Isidro de Cárdenas). Para la búsqueda, selección de amas y asignación de los niños a estas, la Inclusa se valió de las parroquias de Madrid y otras localidades, especialmente de Alcalá de Henares. La labor de estas amas externas era supervisada por las celadoras de barrio y, por debajo de ellas, por las curadoras; estas se encargaban de velar por que las amas trataran bien a las criaturas y las cuidaran con celo, y de que vivieran en un ambiente familiar apropiado para su desarrollo. En caso contrario, la Inclusa podía llegar a recoger a los niños. Una carta del 12 de enero de 1828 va dirigida a la “señora celadora del barrio de Santa Isabel” para comunicarle que una niña de unos seis años ha sido “atropellada criminalmente” [4]. El 16 de enero (ALDICAM 501), la celadora de ese barrio, doña Margarita Elisa Norigat Hurtado de Mendoza, duquesa de la Victoria, escribe de su mano una nota con la que remite un oficio del rector de la Inclusa por el que manda recoger a la niña “por ser muy urgente y evitar el que se fugue la nodriza en cuyo poder se halla” (ALDICAM 501).
 
Mientras que la celadoras de barrio parecen desempeñar más bien una función administrativa, las curadoras supervisan directamente el estado de los niños. En una carta de la Junta de Damas de Honor y Mérito fechada el 6 de septiembre de 1822  se manda a las “señoras curadoras” que hagan cumplir la orden de que los niños que se entregan a amas usen el collar reglamentario que los identificaba. Estas habían pedido previamente que se eximiera a los niños de llevarlo, pues, además de causar heridas en el cuello, las amas no querían salir a la calle con los niños por identificarse estos fácilmente como incluseros [5].
 
Doña Simona Calzada (o de Calzada) y Embite aparece como emisora o destinataria de, al menos, seis cartas o informes de la Inclusa de Madrid de los años 1826 y 1828. La primera está fechada el 5 de mayo de 1828 (ALDICAM 513) y en ella Calzada remite a la Junta de Damas un informe sobre la elaboración de una papilla de trigo que había dado buenos resultados en la alimentación de los lactantes, pues la harina de patatas que se usaba anteriormente era causa, al parecer de diarreas “que tal vez habrían causado la muerte de algunos niños si no se hubiera suspendido su administración”. En escrito del 20 de abril, la Junta aprueba la propuesta.
 
Pero el episodio más significativo, y que más nos informa sobre el carácter de Calzada, es el conflicto que esta mantiene con los sacerdotes de Alcalá de Henares acerca de reparto de los niños a las diferentes amas. El 7 de febrero de 1828 el capellán Clemente Palomar se queja al rector de la Inclusa de que Doña Simona ha hecho un “escrutinio” de todos los niños y los está cambiando de ama. Palomar justifica su protesta en que los niños que están a su cargo “me parece se pueden ver”, es decir, ‘están presentables y bien cuidados’.
 
La Junta de Damas debió pedir explicaciones a Calzada; el 23 de febrero, esta remitió un informe a Margarita Norigat Hurtado de Mendoza en el que argumenta que se había limitado a cumplir lo dispuesto en un oficio que recibió de esta el 21 de enero; en él se le pedía que elaborara una lista de niños que no debían de continuar con sus nodrizas una vez concluida la lactancia. Para llevar a cabo esta tarea, requirió a los párrocos de Alcalá de Henares que le proporcionaran el listado de niños y amas, pero, al parecer, los curas no llevaban registro alguno de con qué mujeres se había aposentado a los pequeños. Con la información oral de los párrocos pudo elaborar un estadillo. Tras ello, visitó a las amas y se informó de los vecinos acerca de cómo eran tratados los niños. “He visto con dolor -dice Calzada- los desórdenes que en la lactancia y educación de algunos niños y niñas se cometen. Hay criaturas que sirven de materia de comercio, porque la ama que la sacó de la maternal Inclusa la ha cedido a otra, partiendo entre las dos el premio”. Otros muchachos están en manos de personas de mala conducta, y algunas niñas ya de más edad las tienen las nodrizas sin conocimiento de la Junta. Como remedio propone recoger a todos los niños y niñas que una vez cumplidos los siete años estén en poder de las amas sin licencia expresa.
 
A este informe, la Junta de Damas de Honor y Mérito responde con una escueta nota del 15 de marzo (ALDICAM 504) pidiéndole que “procure guardar la mejor armonía con los señores curas de esa ciudad, poniéndose de acuerdo con ellos para lograr mejor los piadosos fines que el celo de vuestra señoría desea realizar en bien de los desgraciados espósitos”. Dª Simona responde de manera inmediata (20 de marzo), afirmando que desde su llegada a Alcalá en el mes de diciembre de 1827 había “procedido siempre de acuerdo y de armonía con los dos curas párrocos para remediar los desórdenes que havía, y que estos tenían ya bien conocidos”, y que su deseo no era otro que “el de procurar la mejor suerte de estos desgraciados”. Y termina señalando que no se movería un ápice de su objetivo, que era el de remover “los estorvos que la intriga y el sórdido interés o una mala entendida compasión presentan a cada paso”.
 
La firme actitud de Calzada y Embite se entiende mejor a la vista de una carta anterior de los capellanes de Alcalá, Mateo Martínez Ocaña Sandero y Clemente Palomar, rector y teniente, respectivamente, de la iglesia parroquial de Santa María la Mayor, datada el 10 de marzo y dirigida al rector de la Inclusa, Domingo de Pargos. En ella señalan que habían sido desairados por Dª Simona, pues sin su visto bueno no permite que se pague a las nodrizas. De esta manera, se quejan los párrocos, la curadora da a entender que ellos se habían descuidado en sus funciones. Finalmente, piden al rector que solicite a la Junta de Damas que nombre a otra persona para que a partir de abril firme las papeletas de pago en Alcalá de Henares.
 
La Junta de Damas no acogió la petición de los sacerdotes alcalaínos, aunque sí parece que el rector transmitió la queja. Por la nota, ya citada, del 15 de marzo la Junta se limitó a rogar a Simona Calzada que procurara arreglarse con los curas. Estos no verían con buenos ojos que una mujer venida de Madrid discutiera su manera de organizar el reparto de niños de la Inclusa entre las amas de Alcalá, pero, por su firmeza de carácter y buenos servicios, Dª Simona mereció la confianza del rector y Junta de Damas.
 
Los episodios que hemos podido recuperar gracias a los fondos de la antigua Diputación Provincial, hoy en el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid, nos demuestran que para ejercer la caridad o cumplir un acto de humanidad, o de justicia social, como se dirá luego, no basta con la buena voluntad, sino que se requiere una administración eficiente, una gestión adecuada [6]. Parece que  Dª Simona de Calzada y Embite desempeñó con celo y eficacia las tareas que le fueron encomendadas. Justo es recordarla en esta fecha.
Alcalá de Henares, 8 de marzo de 2018.
Pedro Sánchez-Prieto Borja.
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[1] Así, una nota de 1600 decía:  “Mande vuestra merced, señor rector de los niños espósitos, recivir una criatura que lleva el portador”.
[2] Como puede leerse en su página web, “La Junta de Damas de Honor y Mérito es la asociación femenina no religiosa de carácter filantrópico más antigua de España, con más de 225 años de historia” http://juntadedamas.org/.
[3] Sobre la Inclusa y la labor de Simona Calzada, véase Raquel MEDINA PLANA, Raquel, La adopción en los albores de la codificación civil. Proceso de circulación y redistribución de expósitos en la inclusa de Madrid, Madrid, Dykinson, 2015, especialmente págs. 163 y siguientes.
[4] “Don Domingo Burgos [...]. En el despacho de mi cargo se ha presentado una muger desconocida diciendo que en la casa número 4 de la calle de Zurita se hallan dos criaturas de esta Inclusa, las cuales sufren de sus amas un cruel trato y un completo abandono, advirtiendo que la mayor, que pasará de unos seis años, ha sido atropellada criminalmente, de cuyas resultas ha padecido un tumor venéreo, en cuya curación había gastado el ama más de seis duros, temerosa de que pudiera descubrirse. Lo que avisaba para descargo de su conciencia la dicha muger”. En el margen, una mano distinta anotó los siguiente: “Se recogió la niña en 16 de enero de 1828”.
[5] Las curadores ocupaban una posición de respeto en la organización de la Inclusa, pues son tratadas a veces  de “excelentísimas señoras”.
[6] A juzgar por sus escritos, Calzada y Embite dominaba el formalismo de los usos administrativos. Muestra, además, una letra notablemente cursiva y bastante personal Así ve en el documento 503, de 23 de febrero de 1828) En cambio, parece de otra mano el documento 505, en el que la firma sí es de Simona Calzada.

 


Unos visitantes del Lejano Oriente

Los documentos de archivo tienen verdaderas curiosidades relativas a los forasteros que llegaban a un lugar. Ya tratamos el caso de los dos visitantes franceses que pasaron por El Escorial en 1688 con el fin trágico de uno de ellos. Lo llamativo es, sin duda, ver un documento en el que se habla de la presencia en Arganda del Rey de unos viajeros chinos en 1767. El papel es una orden que envía el Conde de Aranda al ayuntamiento de esta localidad para que los forasteros sean aprehendidos y no puedan continuar la ruta a Madrid. No se explica, sin embargo, la razón por la que el Conde de Aranda no quiere que sigan su viaje, sobre todo porque, como bien se indica, son sacerdotes, han desembarcado de Málaga “procedentes de Nápoles, con designio de pasar al Oriente a hacer misiones”, y conocen su identidad. Al ser estos extranjeros católicos, combinan un nombre de pila español y un apellido chino: “Don Francisco María Zen, don Manuel Ma, don Pedro Za, y don Bernabé Xang”.

Además de esto, en la carta se describe cómo son sus ropas: “vestidos de abates con redingotes o cabriolés de paño de color aplomado y cuellos y bueltas de terciopelo negro, con solideos semejantes a los de los regulares de la compañía con sombreros de tres picos, con faxas encarnadas en la cintura y en ellas puesto un crucifijo semejante a los que públicamente usavan dichos regulares viajando”. Su indumentaria religiosa lleva incluidos un redingote, ‘capote de poco vuelo’, o cabriolé, otro tipo de capote, los dos términos de llegan por el francés (DLE). Según el Diccionario de Terreros (1786), cabriolé era una voz “nuevamente introducida, y moda”. Los solideos, por su parte, son los casquetes de tela que cubren la coronilla de los sacerdotes, del latín SOLI DEO (‘solo para Dios’) (DLE). Para completar, los viajeros llevan puestos unos sombreros “de tres picos”, habituales en la moda española de la época entre religiosos, seglares y militares. No hay duda de que saltaban a la vista en los caminos castellanos.

Para el lector actual quizá resulta llamativo que se diga que son unos “sacerdotes chineses”, y no se emplee el moderno chinos. No menos sorprendente es que el Diccionario de la Academia de 1780, así como otros de la época, no reconozca chinés, pero sí chino y chinesco. Sí lo usan algunos autores dieciochescos como Feijoo, gran interesado en el país oriental (“escritura chinesa”, 1730, CORDE). Por lo que se puede ver en CORDE y el NTLEE, chinés no debió tener demasiado arraigo frente a chino o chinesco, y más allá del s. XVIII no se debió utilizar. En catalán, en cambio, ha pervivido como la forma general (xinès). Quizá fue influencia del francés (chinois, como danois, ‘danés’), pero no podemos asegurar qué motivó esta forma que acabó siendo efímera.

En el siglo XVIII, España era un país visitado (y habitado) por numerosos europeos, y era una completa excepción que nuestro territorio fuera pisado por foráneos asiáticos o africanos. Quizá el caso más repetido podían ser los esclavos, traídos del norte y sur de África, que vivieron en núcleos meridionales como Cádiz y Sevilla, pero también Madrid. De nuestro contacto histórico con Japón tenemos el famoso episodio de la delegación del samurái Hasekura Tsunenaga (1613). Este importante hombre de gobierno japonés y un franciscano, fray Luis Sotelo, llegaron a Madrid desde el país nipón para ver al rey Felipe III y, tras fracasar su misión en Roma, retornaron a su tierra, pero algunos de los miembros prefirieron quedarse en Coria del Río (Sevilla), donde pervive su descendencia con el inequívoco apellido Japón. Con China tampoco hubo apenas contacto diplomático hasta el siglo XX, aunque sí hay que apuntar que este país fue, como Japón, un territorio explorado por misioneros españoles, que difundieron el catolicismo a partir del siglo XVI. Es más, varios hitos en el intercambio cultural entre Europa y China fueron obra de estos religiosos, los dos agustinos: por un lado, la publicación de Ritos y costumbres del gran Reino de China, de Juan González de Mendoza (1540-1617) y, por otro, el primer vocabulario español-chino, que fue realizado por Martín de Rada (1533-1578). Por lo tanto, no es de extrañar que hubiera algunos religiosos chinos convertidos y que se arriesgaran a salir de su reino.

¿Qué sería de Francisco María Zen y sus compañeros? Podemos aventurar que estos religiosos habían ido a Roma para conseguir algún favor o trámite en el Vaticano, y de allí volvían, ya que el documento indica que venían de Nápoles y querían ir a Oriente. Su viaje a Madrid se debía, seguramente, a asuntos eclesiásticos. Desde luego, debieron tener un camino peculiar en España, tan alejado de sus costumbres y con unos habitantes que apenas sabían nada de China. Ignoramos si fueron detenidos en Arganda del Rey, ni con qué motivo se dio esta orden. Esperamos, eso sí, que tuvieran un buen viaje de regreso.
Delfina Vázquez Balonga.

Referencias
 
- NTLLE = Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española. <http://www.rae.es/recursos/diccionarios/diccionarios-anteriores-1726-1992/nuevo-tesoro-lexicografico>
 
- CORDE = Corpus Diacrónico del Español. <http://www.rae.es/recursos/banco-de-datos/corde>
 
- DLE = Diccionario de la Lengua Española <http://dle.rae.es>
 
- Terreros, Esteban de (1786-1788): Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en tres lenguas francesa, latina e italiana. Madrid: Imprenta de viuda de Ibarra. Disponible en:  http://www.rae.es/recursos/diccionarios/diccionarios-anteriores-1726-1992/nuevo-tesoro-lexicografico>
 
- “La histórica relación cultural entre China y España”. <http://confuciomag.com/china-espana-relacion-historica>
 


Sin rayo de leche

La infancia abandonada a las instituciones benéficas ha sido objeto de varias entradas en este post. Ahora nos fijamos en un aspecto primordial del cuidado de los niños, su alimentación. El alimento infantil por excelencia era la leche materna, pero no todas las mujeres podían amamantar a sus criaturas: “por estar la madre muy mala por aver salido del ospital y aver güelto a recaer con unas grandes calenturas y abérsela quitado toda la leche” (371, 1738). En el s. XVIII se empleará la  expresión  “sin rayo de leche” (ALDICAM 389, 1740), que el Diccionario de la Lengua Española define como “hilo o caño de leche que arroja el pezón del pecho de las mujeres que crían”.

Un motivo para pedir ayuda a la Beneficencia es el parto de mellizos:

"Que haviendo dado a luz su esposa dos de un parto, día del presente, y con tan cortos medios que apenas se han podido embolber, y su madre sin poder apenas criar uno de ellos por los pocos posibles lo uno, y lo otro por hallarse con los pechos apostemados, en tan impoderable aflicción recurre a tan piadosa y caritatiba Hermandad, para ver si pueden dispensarle el que le paguen una ama o según tengan por combeniente (412, 1799)".

La imposibilidad de amamantar al recién nacido era causa suficiente para el abandono si no se podía pagar una nodriza y no había una mujer de la familia, vecina o amiga que se hiciera cargo de la criatura, pues el nutrimento del niño no podía esperar; así, en el s. XVIII, las notas de abandono ponen a veces en boca del niño o la niña la necesidad inmediata de ser amamantados, sin que falte la rima en una de ellas como manera de llamar la atención de los benefactores: “Celestino Antonio Fernandez me llamo, búsquenme un ama y verán como mamo” (281/003/0170, 1741) [1]; “Suplico a la enfemera me dé por Dios una teta que desde esta mañana no la he provado” (ALDICAM 597, 1742).

Desde 1580, aproximadamente, la Inclusa de Madrid, obra pía de la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y Angustias, acogía niños cuyos padres no los podían criar; a estos se les procuraba inmediatamente un ama. Otra institución, la del Refugio, fundada en 1615, recibía en su torno criaturas, a las que se llevaba a la Inclusa lo antes posible, pero entre sus labores asistenciales estuvo también el proporcionar una nodriza a los niños. Desde sus primeros años quedaron registrados en el llamado “libro de lactancias” los contratos con las amas. Así, el hermano mayor y el secretario de la Hermandad aprueban el 10 de mayo de 1622 el acuerdo con Leonor de Barreda, por doce reales al mes, y se le dan a cuenta seis reales. El ama vivía “frontero del embaxador de Alemania, encasa de una aguardientera” (ALDICAM 657, Madrid, 1622).

La lactancia se prolongaba durante bastante tiempo [2]. Isidro de Cárdena es entregado a la edad de dos años a Isabel de Bárcena para “destetarle y acabarle de criar” (238, 1633) [3]

Más curioso resulta el caso de un niño de catorce meses, del que se dice que “ya no mama; le gusta el vino” (Refugio 282/002/0644, 1820), lo que recuerda la costumbre extendida hasta hace poco de dar vino a los críos en la comida.
 
En cuanto a la calidad de la leche, se consideraba mejor la de la mujer cuyo parto estaba reciente, y así lo ideal, según señala en un informe de1826 el médico Pascual Moral, es contar con “amas jóvenes, robustas y de leches frescas” (ALDICAM 512). Por el contrario, muchas veces se daban los niños a  “amas forasteras”, de las que “las más son de leches viejas”. Tal idea debió motivar que las nodrizas se anunciasen en la prensa madrileña indicando el tiempo de su lactancia: “Josefa Martínez, de edad de 30 años (...) tiene leche de 4 meses” (Diario de avisos de Madrid, 17 de febrero de 1825).
 
Un informe del cirujano Gregorio Calvo emitido en Retortillo (Soria, 1828) señala la mala alimentación de las nodrizas a las que se habían asignado niños de la Inclusa: “y solo se be en ellas semiesqueletez, que se alimentan de unas patatas, berzas, y otros alimentos de esta especie mal condimentados. Y de esto qué alimento podía sacar el infante se deja conocer”.
 
Las alternativas a la lactancia natural, a falta de leches maternizadas, no era muy halagüeña. En el s. XIX la “Junta de damas de honor y mérito” que regía la Inclusa, promovió experimentos para introducir una papilla hecha con la “harina” de los rizomas de una planta traída de América, la marantha arundinacea o “nuevo sagú” (510, 511, 512, de 1817). Sagú, según Stevens (1706) es “ a sort of Palm-tree growing in several Parts of the East-Indies naturally”. En Terreros y Pando (1788) es “planta de cuyo meollo sacan pan en las Molucas”. De esta planta, se señalaban “los buenos efectos que han resultado de su aplicación para alimento en la real inclusa”, por lo que la Junta de Damas recomienda “las raíces, o si fuere posible alguna planta para ver si se consigue propagarla en nuestro suelo” (508, 1817).
 
Sin embargo, la experiencia llevada a cabo por el médico Pascual Mora con 21 niños de la Inclusa no puede ser más catastrófica, pues, salvo dos que se colocan con amas, los demás fallecen al poco tiempo. Las explicación del facultativo da idea de los conocimientos pediátricos de la época:

"La harina del sagú, aunque bastante disoluble, su substancia glutinosa ha de ser precisamente un obstáculo para que pueda llegar la necesaria cantidad de quilo a la masa de la sangre para reparar sus pérdidas y prestar el nutrimento suficiente al acrecentamiento de las criaturas en tan tierna edad, su dévil estómago no la puede disolver completamente. La pequeñez y finura de sus vasos lácteos no permiten el paso a la cantidad de alimento necesaria, y como no expelen el excremento con facilidad por su tenacidad, deven forzosamente resultar la adstriccion de vientre y los vómitos que se han observado (511,1817)".

A pesar de esto, el informe de Pascual no es del todo negativo, y podría emplearse “en ciertas circunstancias”, ya que esta harina “mejora la calidad de los excrementos”, mientras que la leche de cabra ocasiona diarreas y erupciones cutáneas. El 27 de septiembre, decide continuar su uso desde el viernes próximo pasado en todos los niños de la enfermería interpolando la leche de cabras” (509,  1817) [4].

El doctor Mora continuó incansable sus estudios las alternativas a la leche materna, y así en un informe a la Junta de Damas del 5 de mayo de 1826 señala que “la lactancia artificial, sea cualquiera la leche de animales que se use” no puede cumplir su objetivo; “la sustancia de pan, ni de arroz, ya sola, ya mezclada con leche de cabras, que se emplea en la Inclusa, no es un alimento conveniente para los niños de poca edad, como lo ha acreditado la experiencia. Según las observaciones de “profesores célebres” y del propio Pascual, las dos alternativas mejores son, una,“la leche clara de almendras dulces con una tercera parte de leche de vacas, y una pequeña cantidad de azucar común”, y otra, “la sustancia de pan con la leche de vacas en la misma proporción y método que propuso la ama seca del embajador de Inglaterra, y del que ya se hizo uso en la Inclusa”.
 
La creación en Madrid, en 1904, de la institución “Gota de leche”, vino a mejorar la alimentación de las criaturas, pero antes algunos centros de asistencia procuraron paliar, con desiguales resultados, la situación dramática de tantos niños abandonados a las instituciones benéficas.
Pedro Sánchez-Prieto Borja. 

Referencias

- DLE= Diccionario de la Lengua Española. Disponible en <http://dle.rae.es/>

- Diario de Avisos de Madrid. Disponible en http://www.bne.es/es/Catalogos/HemerotecaDigital/

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[1] La palabra popular, y más usada, fue ama, pero en el s. XIX se emplea bastante nodriza, que en el Diccionario de Autoridades (1734) es “el ama de criar”. La voz aparece ya en el Fuero de Cuenca (1284-1295): “Si el mancebo asoldadado yoguiere con la nodriça de su señor e por la su ocasión la leche fuere corrompida e el fijo muriere, sea enemigo por siempre”.
[2] En el libro de lactancias del Refugio de la década de 1620 encontramos a media leche (659, 1624) como un régimen para las amas de cría, que posiblemente se aplicaba a niños en proceso de destete.
[3] Véase la entrada “Rapto del niño Isidro de Cárdenas”.
[4] El propio Pascual Mora fue autor de un tratado cuyo título es El hombre en la primera época de su vida (Madrid, Martínez Dávila, 1827), donde se refiere a las alternativas a la leche para al alimentación del bebé (pp. 239 sobre el “nuevo sagú”).

  

De profesión, cerrajera

Es un hecho que durante años, las mujeres no pudieron acceder a la mayoría de oficios bien reconocidos socialmente. Cuando se veían impelidas a buscar un jornal, había pocos trabajos que pudieran desempeñar. Su presencia en las labores agrícolas, la ganadería y el pastoreo era común, pero en las zonas urbanas la situación era algo diferente y los empleos femeninos mas demandados se ceñían a la función de auxiliares en la vida doméstica. En la documentación madrileña desde el siglo XVI al XIX la alusión más común es a amas de cría, comadronas, criadas y lavanderas. En los libros de registro de lactancias del siglo XVII que conserva la Hermandad del Refugio, encontramos, además de las amas de crías contratadas, la mención a una aguardientera y una verdulera. El comercio era, desde luego, una salida para la supervivencia en la clase humilde, sobre todo la urbana. Aparte estaban las monjas, las primeras mujeres fuera de la aristocracia que escriben y firman cartas de su puño y letra entre los siglos XVI y XVIII, y que ejercen diversas actividades remuneradas. Entre las seglares que estaban empleadas en las instituciones caritativas había un cargo, el denominado “madre”, que era una especie de cuidadora y supervisora de los niños. En el Colegio de San Ildefonso en 1758 había una madre llamada María Rodríguez, que escribió pidiendo mejores condiciones de trabajo. Capítulo aparte tienen las maestras de escuela, que solo aparecerán de una forma evidente a partir de mediados del siglo XIX. Pero en general, en los oficios que requerían de un largo aprendizajeno solían entrar mujeres. Sin embargo, encontramos excepciones.

En un documento emitido en el hospital de los Desamparados de Madrid en 1679 (ALDICAM 426) que se encuentra en el ARCM, se lee lo siguiente: “Que por cuanto en junta de 30 de agosto de este año en los Desamparados se mandó despedir de dicho hospital a María de Hueros, maestra de zapatero de él,  y que se buscase maestro que entrase en su lugar”. No sabemos cuál fue el motivo de despedir a María de Hueros pero, en cualquier caso, llama la atención que existiera una maestra de zapatero. ¿Aprendería el oficio de su padre o su marido? Por las condiciones para el próximo maestro zapatero que se indican en el documento, sabemos que era un trabajo complicado, ya que debían hacer zapatos nuevos a los niños internos “de cordobán grueso y fuerte de la Mancha” entre otras características, y hacerlos siempre que fuera necesario, pero también repararlos constantemente, por lo que se ponía obligatorio “ir dos días en la semana al refitorio a la hora de la comida a reconocer los que necesitan remendarse y llevárselos al obrador para ejecutarlo”. Además de estas labores propias de zapatero, el maestro tenía que aceptar tener “diez o doce niños” en su obrador para enseñarles el oficio en un período de cuatro años. No creemos, por tanto, que el que fuera zapatero para la Inclusa y los Desamparados pudiera llamarse maestro sin serlo realmente.  

Aunque es posterior, no deja de ser llamativa la existencia de una mujer con la distinción de maestra de cerrajería en un recibo hecho en 1809, en plena invasión napoleónica (ALDICAM 581). El documento se encuentra en el fondo de Beneficencia del Archivo de Villa de Madrid. Esta vez el trabajo se realizó para el Hospital General y lleva el título siguiente “Cuenta y razón del importe de la obra de zerragería que yo, María Antonia Suárez, maestra de zerragera de los Reales Hospitales General y Pasión de esta Corte tengo hecha de orden de los señores consilarios comisionados para las chimeneas económicas del Hospital General”. En el recibo se encuentran los trabajos que ha hecho para la institución, entre otros, poner “cercos de yerro”, “un palastro” y “regillas de cuadradillo”, y “cuatro puertas para los ceniceros con sus cercos y goznes, sus picaportes correspondientes”. El palastro, es, según DLE: “Chapa o plancha pequeña sobre la que se coloca el pestillo de una cerradura” o bien “Hierro o acero laminado”. Las regillas a las que se refiere son el “Armazón de barras de hierro que sostiene el combustible en el hogar de las hornillas, hornos, máquinas de vapor, etc.”. Y los ceniceros, no se refiere al recipiente que siempre está junto al fumador, sino es el “Espacio que hay debajo de la rejilla del hogar, para que en él caiga la ceniza”. El recibo está redactado en primera persona (“que yo puse”) y a su nombre, por lo que parece que María Antonia Suárez fue la encargada de hacer el trabajo. Eso sí, “por no saber”, ella no firmó, y fue otra persona, un tal Bernardo Carrera, quien lo hizo en su lugar, con la fórmula habitual “A ruego de la interesada”.

Surgen, desde luego, algunas preguntas. ¿Fue esta “maestra de cerrajera” quien se ocupó de esta obracomo se esperaba? Resulta chocante, sobre todo en un oficio como el de la cerrajería, en el que se requería trabajar con grandes cantidades de hierro y un instrumental pesado, tareas alejadas del estereotipo femenino de la época. Quizá no se dedicó a esa labor y solamente heredó el título de maestro de un familiar o cónyuge y para el trabajo tenía empleados, al carecer ella de formación o experiencia. Además del mérito de ser cerrajera, nuestra protagonista había conseguido cierta notoriedad, ya que tenía el privilegio de trabajar para el Hospital General y de la Pasión de Madrid, una institución importante y respetada en la ciudad. ¿Cómo conseguría el contrato? Lo cierto es que, en un estudio hecho para la ciudad de Zaragoza, en el siglo XVIII había maestras en algunos gremios, menos de la mitad, pero casi siempre (en 1762, un 98%) eran viudas a las que, según la normativa, se permitía encabezar el negocio y ejercer el oficio “con decoro”. Por otra parte, en 1762 solo había un 6% de mujeres agremiadas, y en las casas de los maestros zaragozanos nunca constan muchachas con el cargo de aprendiz, por lo que la formación no era al menos oficial y se limitaba a la recibida dentro de la familia y, quizá durante el servicio doméstico (Ramiro Moya 2002). Imaginamos que la situación en Madrid no debía ser muy distinta.

Por lo tanto, puede que el matrimonio con un oficial fuera una vía para aprender y después, al quedarse viudas, las mujeres pudieran ejercer como maestras y no solo por tener el título. ¿Sería este el camino de María Antonia Suárez? En el caso de la maestra de zapatero del siglo XVII, surge la misma duda. ¿También habría un caso de ejercicio excepcional del oficio, facilitado por la viudedad? Muchas son las incógnitas que tenemos. Pero es evidente que en los documentos también podemos ver auténticas pioneras. 

Delfina Vázquez Balonga. 
Referencias

DLE= Diccionario de la Lengua Española. www.rae.es

Ramiro Moya, Francisco (2002): “Mujer y trabajo en los gremios de la Zaragoza del Antiguo Régimen”, en Revista de Historia Jerónimo Zurita, nº76-77, pp. 159-170.



Los niños de la suerte

Cada 22 de diciembre se celebra el Sorteo de la Lotería de Navidad. Un acontecimiento esperado por muchos y retransmitido por todos los medios de comunicación. Todos están pendientes de unos colegiales de uniforme que cantan los números y los premios de una forma muy particular, los populares “Niños de San Ildefonso”. Muchos españoles, sin embargo, no conocen la historia de estos niños ni del centro del que proceden. Al igual que la propia lotería, la participación de los niños se debe a una tradición centenaria. Según la página oficial de la Lotería de Navidad, el primer sorteo tuvo lugar en 1812 con el nombre de “Lotería Moderna”, pero hasta 1892 no tuvo la denominación de “Sorteo de Navidad”. Aunque no hay acuerdo con las fuentes, estos colegiales eran los extractores de los números a finales del s. XVIII. Este centro educativo, aún activo, es una de las instituciones benéficas más antiguas de Madrid, ya que su origen fue la escuela para los niños de la Doctrina o “doctrinos”, posiblemente a finales del siglo XV (1478 según Mesonero Romanos 1830), aunque no hay un acuerdo sobre la fecha de su fundación definitiva. Lo cierto es que en un primer momento estuvo ubicado en la Carrera de San Jerónimo y en 1884 se trasladaron a la calle Alfonso VI. Sus estatutos mandaban que fueran admitidos los niños huérfanos de padre, hijos de legítimo matrimonio y nacidos en Madrid. Además de la doctrina cristiana, los internos aprendían a leer, escribir, matemáticas y un oficio.
 
En los documentos transcritos y editados en el corpus ALDICAM contamos con numerosos papeles históricos de la institución, que han quedado custodiados en el Archivo de Villa de Madrid, en el fondo de Beneficencia. Su ubicación en este archivo se debe precisamente a que el colegio fue responsabilidad del Ayuntamiento de la villa y corte. En su documentación se puede ver esta filiación, por ejemplo, en una carta de 1691 del marqués de Villanueva al Ayuntamiento para que dos niños sean admitidos. En 1701, el rector del colegio, Jerónimo Herrera, cayó enfermo y fue sustituido por un pariente, también presbítero, para lo cual tuvieron que recibir autorización del consistorio. No menos curioso es el informe técnico encargado por el ayuntamiento en 1705 para hacer unas reformas necesarias en las cuevas del colegio, y que realizó Teodoro Ardemans (1661-1726), prestigioso pintor y arquitecto madrileño,maestro mayor de las obras reales. Incluso para la formación de los niños tenía la última palabra el Ayuntamiento, porque los exámenes tenían lugar en la casa consistorial ante regidores y otros cargos del mismo. Así se puede ver en el informe del examen del 28 de diciembre de 1817, en el que los niños respondieron preguntas sobre el catecismo de Ripalda, Astete y Fleury, contenidos de gramática y aritmética, “asistidos por el maestro del colegio, don Francisco Rodríguez de Guevara”.
 
Para su manutención, los niños de San Ildefonso tenían que salir de su colegio; la actividad más demandada durante siglos fue su participación en procesiones y entierros. En una carta de 1803 podemos leer que los niños acababan agotados, y gracias a una petición personal, el Ayuntamiento dio permiso para que tuvieran un almuerzo durante la procesión del Cristo de la Fe el Viernes Santo.
 
En los documentos también ha quedado huella de los numerosos profesionales que hicieron servicios para la institución: el maestro de fontanería Gaspar Romo (1671), el médico Juan Gómez (1672), el maestro de obras Juan de Morales (1716), el maestro vidriero (1716), el empedrador Blas Gómez (1716), e incluso una curiosa carta en la que se indica al mayordomo que dé un aguinaldo por Nochebuena a los albañiles empleados en unas reformas del edificio (1717). También llama la atención una carta de una “madre”, o mujer ocupada del gobiernoy cuidado de los niños, María Rodríguez, que en 1758 solicitó una mejora en sus condiciones de trabajo, porque, según decía, no tenía “siquiera una silla en que sentarse”. En su defensa ante el ayuntamiento salió el rector del colegio, Manuel Hernández, que admitía que las anteriores madres cobraban el mismo salario, pero también tenían “otras ingeniaturas”, es decir, artimañas, para conseguir lo que llamaríamos un sobresueldo, como la venta de chocolate.
 
En esta carta, entre otros muchos datos interesantes, se mencionan las dificultades económicas de la institución, que debían de ser constantes en el siglo XVIII. Para paliar esta escasez, el colegio tenía asignadas unas “adehalas”, un privilegio de recibir una parte de lo ganado en los abastos de Madrid de productos como la carne o la nieve, y que aparecen apuntadas en un papel de h. 1734. Por su pobreza, seguramente más que notoria, el Ayuntamiento y la Corona organizaron una corrida de toros a beneficio de los Niños de San Ildefonso, en la Plaza Mayor de Madrid, en verano de 1803, de la que conservamos el testimonio de una carta, además del cartel original, un verdadero tesoro para la historia de la tauromaquia madrileña. Asimismo, hay archivados numerosos inventarios de bienes del colegio y la iglesia del colegio, donde se puede ver el patrimonio más valioso de la institución. En el inventario que se hizo para pasar oficialmente los bienes al nuevo rector Francisco de Bobadilla en 1729, encontramos objetos de plata, como  “tres coronas”, “dos ángeles”, “un copón”, “un cáliz”, y vestimenta de la liturgia como “casullas”, “estolas” y “manípulos”, así como cuadros con diversas escenas religiosas e imágenes de bulto, entre las que no podía faltar “nuestro patrón San Ildefonso”.
 
Como se puede suponer, muchas familias quisieron que sus hijos ingresaran en el colegio, ya quelas viudas solían encontrarse en una situación de desamparo y no era despreciable obtener la manutención y formación que la institución dispensaba sin coste alguno. Por ello hay conservadas solicitudes de admisión, como la emitida por Paula Borricón, viuda reciente de un barbero de Humanes (Madrid) en 1823. Debido a la exigencia del colegio de que el niño fuera huérfano de padre y de legítimo matrimonio, la mujer envió el certificado de bautismo de su hijo José y el de defunción de su marido.
 
En esta compleja documentación también hay testimonios de algunos sucesos excepcionales en la vida del colegio. Se conserva un escrito en el que se expresa la inconveniencia de que los 6 niños sordomudos estén alojados en las casas del Colegio de San Ildefonso en 1812, ya que están “entregados a la mayor molicie” y se divierten “en arruinar el piso que habitan, echando en el lugar común cuanto les viene a la mano, después de haberle destrozado y llenado a su conducto de huevos, piedras, y escombros”, lo que dio lugar a “una obra bastante costosa”.Como remedio a esta convivencia no deseada, tras la Guerra de la Independencia se procedió al traslado de los internos; en una carta de 1814 se comunica la inauguración del Colegio de Sordomudos de la Calle del Turco. Pero el acontecimiento más trágico que hemos podido conocer fue el atropello de una carretela del rey a varios de los colegiales en 1818, que tuvo como resultado que 4 de ellos fueran heridos. Uno de ellos falleció y el rey Fernando VII decidió otorgar una pequeña pensión a la madre del niño.
 
Muchas historias hay más en los documentos del Colegio de San Ildefonso, una institución veterana en la que han pasado miles de niños. La documentación no proporciona pequeños retazos de esa historia de su vida cotidiana, y es nuestro deseo seguir conociéndola.
 
Delfina Vázquez Balonga.
Referencias
 
Aterido Fernández, Ángel, “Teodoro Ardemans, pintor”, en Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte, 1995-1996, pp. 133-148. Disponible en https://revistas.uam.es/anuario/article/viewFile/2541/2690

DLE = Diccionario de la Lengua Española. Disponible en http://www.rae.es

Mesonero Romanos, Ramón (1833), Manual de Madrid. Descripción de la Corte y de la Villa. Madrid, Imprenta de Burgos.




Tenedme las muletas (1601)

Un día de junio del año del nacimiento de Cristo de 1601, Juan, hijo de Pedro Navarro y Juana Inés, salió de Fuentes, un pequeño lugar en el obispado de Cuenca, a tres leguas de la ciudad, para emprender un viaje que iba a cambiar para siempre su vida. A lomos del burro no muy grande que acababan de comprar sus padres, acompañado de un criado de la casa, se dirigía a una villa que había sido favorecida por el cardenal Francisco Ximénez de Cisneros. Un siglo antes, en ella había abierto sus puertas a estudiantes de todo el reino una nueva universidad que quería competir en prestigio con la de Salamanca, y en los últimos tiempos numerosos convento seran, por inclinación propia o de la familia, el destino de muchachas a las que se proponía como modelo una monja con fama de santa, sor Teresa de Ávila. La madre Teresa visitó el convento de las carmelitas descalzas el 21 de noviembre de 1567, a instancias de Leonor Mazcareñas, aya de Felipe II, para instruir a las monjas y reformar la vida conventual. El convento estuvo primero en la calle Victoria, pero pronto se trasladó a la de la Imagen. Allí había profesado Luisa de Cervantes, hermana del autor del Quijote, en 1565 [1]

Juan estaba tullido de manos y pies desde mediados de septiembre del año de 1600, de manera que no podía andar. El 21 de junio, día del Santísimo Sacramento, el pollino, llevado del ronzal por el compañero, enfiló la calle Mayor, torció a la izquierda para tomar la ahora llamada de la Imagen y se detuvo en su mitad. Ayudado por su acompañante y un vecino que por allí pasaba, Juan descendió del asno, y apoyándose en sus muletas entró en la iglesia, se acomodó en el ángulo más oscuro de la capilla de la Virgen, y allí se dispuso a oír misa. “Cuando acabaron de decirla, sintió como que sudaba, y dijo al mozo que lo acompañaba: -Hermano, tenéme las muletas, que me parece andaré sin ellas”. Con pasos inseguros se acercó al altar de la Virgen, “sintió otro sudor y se sintió bueno y sano”. Los numerosos fieles que asistían a misa, y que habían reparado en la presencia del tullido forastero, siguieron con incredulidad sus primeros pasos, y “dieron gracias al Señor por el milagro que la Virgen avía usado con este hombre”.

Juan permaneció nueve días en la villa de Alcalá de Henares, donde confesó y comulgó “con grandíssima devoción”, a decir del subprior del convento. De regreso a Fuentes, las gentes de los lugares por los que había pasado como enfermo se admiraban ahora de verlo sano, y adquirían noticia de cómo se había producido la curación.

* * *

Aunque milagro es definido por el Diccionario de la Legua Española como “hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino”, y como “suceso o cosa rara, extraordinaria y maravillosa”, lo cierto es que son muy frecuentes en los siglos XVI y XVII. Fueron ampliamente utilizados para confirmar la santidad de un personaje en vías de canonización, atraer feligreses, y limosnas generosas, hacia un convento, fortalecer una orden religiosa, o incluso en la controversia entre cristianos viejos y nuevos, como indican los procesos inquisitoriales debidos a la profanación de hostias por conversos [2]. El Concilio de Trento (1563), que aquí citamos en versión al español, había regulado que no se proclamasen milagros sin garantías: 

"Tampoco se han de admitir nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas el mismo obispo. Y este luego que se certifique en algún punto perteneciente a ellas, consulte algunos teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que juzgare convenir a la verdad y piedad. En caso de deberse extirpar algún abuso, que sea dudoso o de difícil resolución, o absolutamente ocurra alguna grave dificultad sobre estas materias, aguarde el obispo antes de resolver la controversia, la sentencia del metropolitano y de los Obispos comprovinciales en concilio provincial; de suerte no obstante que no se decrete ninguna cosa nueva o no usada en la Iglesia hasta el presente, sin consultar al romano pontífice" [3].

No sabemos si finalmente la curación del enfermo fue admitida o no como milagro. El memorial del subprior fray Juan Palomeque hace hincapié en que mucha gente vio cómo “se sintió bueno y sano”, así como que, antes, la gente de los pueblos por los que había pasado lo vio tullido. En una época en la que no había manera de certificar por la imagen los hechos, la narración de los testigos cobraba un valor fundamental. Este testimonio de los feligreses fue, sin duda, lo que movió al prior del convento de Carmelitas, fray Hernando de Medina, maestro, es decir, que tenía grados universitarios, a autorizar el informe del subprior.

El documento se conserva en el Archivo Municipal de Alcalá, en el Legajo 1099/1. Fue transcrito por Florentino Paredes, y puede leerse en el Corpus de Documentos Españoles Anteriores a 1800 (CODEA) (nº 1750) [4]. Aparte de la voz milagro, aquí en el sentido primario, pero que pronto pasó a designar cualquier suceso extraordinario o difícil [5], encontramos pollino como nombre del asno, preferencia que podemos confirmar por otros documentos coetáneos del este de la Comunidad de Madrid. Añadiremos el hápax, o voz que solo aparece una vez, menerar, para el sentido ‘menearse’ ‘moverse’.

Este curioso memorial de Juan Palomeque retrata un episodio de la vida local, menos extraordinario para los alcalaínos de los albores del s. XVII de lo que pudiera pensarse, al tiempo que nos informa sobre la mentalidad de la época, y cómo las esperanzas de curación se ponían más en lo sobrenatural que en los físicos o médicos.


Pedro Sánchez-Prieto Borja.

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[1] Sobre el convento, véase Esteban Azaña, Historia de la ciudad Alcalá de Henares, 2 vols., Alcalá de Henares, Imprenta de F. García, 1882-1883 (edición facsímil: Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 1986,  vol. II, págs. 15-21.
[2] Véase Marciano Martín Manuel, La capa de Elías, Sevilla, Renacimiento (Biblioteca Judaica), 2015, págs. 43-57.
[3] <http://www.intratext.com/IXT/ESL0057/_P1G.HTM>.
[4] Textos para la historia del español. III Archivo Municipal de Alcalá de Henares, Alcalá de Henares, Universidad, 2005, págs. 277-280 <http://corpuscodea.es/>.
[5] En el citado corpus, “buscándome todos los medios posibles para que ni pudiese averiguar verdad ni hazer justicia, ha sido cosa de milagro que yo yo haya averiguado y traído esta causa en el estado en que al presente está” (CODEA 1499, Sevilla, 1558).


La cerveza es cosa de flamencos

Entre los principales y más recientes trabajos de investigación de ALDICAM está una recopilación de un corpus completo de documentación de instituciones de beneficencia madrileña, de los siglos XVI a XIX. Como ya adelantábamos en otro post sobre las notas de abandono de la Inclusa, son unos documentos que aportan el escaso testimonio de la lengua oral a través de la escritura de personas poco alfabetizadas. Pero, además, la documentación de las instituciones benéficas tiene un enorme interés para otros aspectos de la lengua y de la historia por su gran cantidad de ámbitos y temas. Todos estos papeles son una ventana al mundo que poseía una u otra institución, algunas de ellas como el Colegio de San Ildefonso, la Hermandad del Refugio o la Inclusa de Madrid, muy veteranas y activas, siempre en ebullición por la gran cantidad de personas que requerían sus servicios. 

En esta ocasión nos centramos en un documento procedente de un hospital benéfico madrileño muy poco conocido, San Andrés de los Flamencos. Al contrario que otras fundaciones caritativas, no ha sobrevivido a día de hoy, ni como institución ni su edificio original. Queda, eso sí, la antigua iglesia en el barrio de Salamanca, sede de la fundación cultural Carlos de Amberes. En el siglo XVII el hospital y su iglesia estuvieron en la calle de San Marcos, en el centro histórico, pero debido a un hundimiento en 1848 se mudaron más tarde a la iglesia actual. Como se puede suponer por su nombre, este hospital era una fundación destinada a naturales de Flandes, Borgoña y Países Bajos que residían en la villa. Fue creada por Carlos Amberino en 1608 (Madripedia). 

El documento que hemos editado está escrito en 1626, procedente de los fondos de beneficencia del Archivo de Villa de Madrid (Secc. 2, 420, 15, 002, ALDICAM 580). Se trata de una carta de los diputados del hospital, Noé Berquiel y Pedro Charles, que solicitan el derecho de recibir como donativo una parte de la cerveza que fabrican los dos maestros de la corte, ya que tienen problemas financieros. Uno de los motivos de su falta de liquidez es, según dicen, que “acude a la iglesia d´él [el hospital] mucha gente a oír missa y a frecuentar los sacramentos de que ha obligado de hacer iglesia competente empeñándose el dicho hospital y sus oficiales”. La petición de una parte de la cerveza la explican así: “en esta corte ay dos cerveseros que hacen cervesa y que ésta solo la gasta los de la dicha nación [los flamencos] en el cual gasto por vía de limosna V.A. podría servirse de mandar de que los que la venden, de cada azumbre ayan de dar alguna pequeña parte, la que V.A. fuere servido para el bien y aumento y desempeño del dicho hospital”.

Aunque en España la cerveza sea muy popular, sobre todo en los meses de verano, hubo un tiempo en el que esta bebida fue vista como algo ajeno, extranjero e incluso criticado por su poco valor. Conocidos son los versos de Lope de Vega en la boca de un personaje teatral: “Voy a probar la cerveza / a falta de español vino / aunque con mejores ganas / tomara una purga yo / pues pienso que la orinó / algún rocín con tercianas” (Rodríguez Pérez 2008: 168). Una prueba de su poca popularidad es que solo había dos maestros cerveceros, seguramente traídos de Flandes por el rey, y que solo la consumían los naturales de estas tierras. A ellos se unirían los alemanes e ingleses que visitaban la corte de los Habsburgo, pero los españoles preferían sin duda el tradicional vino. Deberían pasar más de dos siglos para que apareciera una industria potente dedicada a la cerveza en Madrid, con marcas importantes surgidas entre finales del siglo XIX y principios del XX, como Mahou, El Águila, o El laurel de Baco.
 
En el plano lingüístico, hay que destacar que está escrita en un español correcto, no sabemos si de mano de un escribano nativo de castellano o por los propios flamencos que firman la petición. Sí hay que llamar la atención sobre un eventual seseo en vesindad ‘vecindad’ y cervesa, cervesero, en vez de la forma ‘cerveza, cervecero’. De estas últimas variantes queda la duda de si había un verdadero seseo del autor del texto, o bien era una forma generalizada. En la base CORDE de la RAE, cervesa aparece en la obra anónima Baldo (1542). En otras obras de los siglos XVI y XVII (Gonzalo Céspedes, 1626), sí aparece cerveça. Hay que señalar que, casi cincuenta años más tarde, en el diccionario castellano-alemán de Nicolás Mez de Braidenbach (1670) se recoge la entrada cerveza ò cervesa para el alemán Bier. Por lo tanto, quizá se daban las dos formas aunque se acabó imponiendo la primera. El origen es fundamental para entender esta variación. Según el DCECH, cerveza proviene del latín CERVESIA, un étimo al parecer de origen galo. Esto explica que la primera forma documentada en esta obra sea, precisamente cervesa, en 1482. Señalan los autores que otros términos que vienen del sufijo céltico -ISIA han evolucionado a -sa, como camisa, así que lo más previsible era que cervesa se hubiera estabilizado de esta manera; su desarrollo hacia cerveza puede venir, entonces, a dilación de la inicial como pasó con cereza (del latín CERESIA). 

Ignoramos si los diputados del hospital de San Andrés tuvieron la suerte de recibir la cervesa, pero no hay duda de que, a día de hoy, habrían ganado mucho más con ella que en su tiempo, ya que, con s o con z, gustaba más bien poco a los madrileños de pura cepa. 

Delfina Vázquez Balonga.

Para saber más

CORDE = Corpus Diacrónico del Español. Disponible en http://www.rae.es/recursos/banco-de-datos/corde> 

DCECH = Corominas, J. y J.A. Pascual (1980): Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico. Madrid:  Gredos. 

Madripedia = https://madripedia.wikis.cc/wiki/Portada

Rodríguez Pérez, Yolanda (2008): The Dutch Revolt Trought Spanish Eyes. Self and Other in historical and literary texts of Golden Age Spain (c. 1548-1673). Berna: Peter Lang.


La Universidad de Alcalá en 1558: Un episodio de la vida estudiantil

Hoy, 11 de septiembre, tiene lugar la solemne inauguración del curso 2017-18 en la Universidad de Alcalá. Como dice la web institucional, “el acto de apertura oficial empezará con la formación de la comitiva académica en la plaza de los Santos Niños. Un centenar de profesores universitarios revestidos con el traje académico de su facultad formarán parte de esta comitiva” [1]. Es este un buen momento para preguntarnos cómo era la Universidad de Alcalá en el pasado. Es sabida la excelencia de los profesores y alumnos que pasaron por sus cátedras y llenaron las aulas, y nos vienen a la memoria los nombres de Quevedo, Lope de Vega, Francisco Vallés, Huarte de San Juan, Ambrosio de Morales, Arias Montano o Tomás de Villanueva [2]. Pero no queremos ahora fijarnos en las grandes obras de los profesores complutenses de los siglos XVI y XVII, sino en la vida de una ciudad animada por cientos de estudiantes. Es fácil suponer que no dedicarían todo su tiempo a estudiar, y “la inconsciencia de los pocos años” que solía atribuirse a los jóvenes haría de las suyas.

Un documento del año 1558 nos da cuenta de una “travesura”, o “delito atroz”, según lo califica el propio texto, llevada a cabo por dos estudiantes, que aprovechan un acto académico en el patio de Santo Tomás de Villanueva, con presencia del rector, catedráticos, doctores, graduados y estudiantes, para manchar sus togas con almagre y ceniza. Al parecer, quien salió peor parado fue el doctor Majuelo, “catredático” de Teología:

(20) […] Y el martes de la Semana Santa que agora pasó, a la una después de (21) medio día, el dotor Majuelo, canónigo de la iglesia de Sant Yuste y catredático de Teología en la dicha universidad (22) y predicador y que entiende en el Santo Oficio de la Inquisición, en un acto público de teología en presencia del retor (23) que agora es y de todos los dotores, y graduados, y estudiantes y otras muchas personas de la dicha universidad en (24) medio del patio de las escuelas dos hombres salieron a él, y uno d’ellos sacó una caña llena de almagre (25) y ceniza y públicamente en presencia de todos le había dado de palos con ella, y del almagre y ceniza que salió (26) de la dicha caña quedaron todos sus bestidos llenos de almagre y ceniza, de que fue un delito muy grave (27) y atroz; y el dicho retor los prendió, y los alcaldes de la dicha villa le requirieron que les entregasen para que (28) hiziesen justicia de tan grave delito, no lo quiso hazer diziendo que eran estudiantes y que él los avía de (29) castigar; y el castigo que hizo fue que hizo su proceso y avía dado a ciertos letrados juristas para que (30) ordenasen la sentencia, y la ordenaron, que diesen al uno d’ellos dozientos açotes y lo echasen (31) a las galeras, y él ordenó otra sentencia en que le condenava a que le traxesen a la vergüença (32) y le enclavasen la mano, y la avía pronunciado; y estando para executar esta sentencia llamados (33) los pregoneros, y el alguazil y escrivano, y aparejado un asnoy una alombra nueva, en saliendo el hombre (34) o estudiante y estando ya puesto en el asno y empeçando el pregonero a pregonar su delito y la justicia (35) que mandavan hazer, muchos estudiantes le avían puesto las manos en la boca atapándosela, y otros (36) le pelavan las barvas y cavellos para que no pregonase; y tomaron al estudiante y asno en que iba (37) y casi en peso, y gritando, y con mucha prisa diciendo “honra, honra”, como cuando llevan un catredático, (38) le avían llevado hasta la puerta del colegio sin llevar consigo ni dexar ir pregoneros, ni alguazil ni (39) escrivano, y el hombre que iba encima del asno se iba riendo como cuando llevaban en cátreda, y los (40) mismos estudiantes le apearon del asno en que iba y le pusieron entre los dedos un clavo, sin llegar (41) a la carne, y le tubieron allí un poco, y otros muchos estudiantes ponían las manos cave la suya, y le avían (42) buelto a la cárcel, y al tiempo que le bolvían se iba riendo el dicho hombre mostrando la mano a todos [2r] (1) para que viesen cómo no llevava señal, y haziendo burla y escarnio de la justicia.
 
Aunque la distancia temporal nos mueva a interpretar la pieza como si se tratara de un episodio humorístico inserto en una novela picaresca, el asunto es, en el fondo, un conflicto jurisdiccional entre la justicia local y la universitaria. Los alcaldes (jueces) de la villa de Alcalá habían encarcelado antes “por ladrón y rufián” a uno de los estudiantes que participó en el suceso del patio de Santo Tomás de Villanueva, pero el rector lo reclamó por ser de su competencia. En el documento se nos dice que “fue suelto de la cárcel sin ningún castigo”, lo que debió dar lugar a la queja de la justicia de la villa. Por el suceso que ahora nos ocupa, los juristas de la Universidad condenaron a uno de los procesados a galeras, mientras que el otro recibió sentencia más benévola, que le “enclavasen la mano” en la picota o rollo.Como los estudiantes hicieron burla al pregonero, alguacil y escribano que iban a ejecutar la sentencia, el asunto llegó al Consejo de Felipe II, y por provisión emitida en Valladolid el 8 de junio de 1558 se comisiona al licenciado Pliego para que investigue los desmanes de los estudiantes de la Universidad de Alcalá.
 
Este documento, que se conserva en el Archivo Municipal de Alcalá de Henares con la signatura AMA Legajo 547/6, fue publicado por Florentino Paredes García [3]. El escribano que lo subscribe es Pedro del Mármol, importante jurista, seguramente responsable de la elaboración de la provisión real. Su formación retórica queda acreditada por la magnífica redacción de la pieza, que en su parte narrativa podría pasar por una página de la literatura barroca. Precisamente, resulta llamativo el contraste entre las partes formularias de las secciones inicial y final (“Nós don Felipe por la gracia de Dios ...”) y la viveza casi costumbrista del relato: “muchos estudiantes le avían puesto las manos en la boca atapándosela, y otros le pelavan las barvas y cavellos para que no pregonase”.
 
En el plano de la lengua, se nos muestra la preferencia, quizá de la lengua culta, por asno (en vez de pollino, burro, borrico o boche de otros textos), mientras que aprendemos que la forma “catredático” no sería vulgar como lo es hoy, sino que podía usarla un jurista. Entonces se prefería decir “dar de palos” a “dar palos”, y el jumento llevaba una alombra, que el Dicicionario de la Lengua Española señala como voz anticuada para “sudadero, normalmente de lana que se pone a las caballerías”. Aprendemos también que el almagre que tiñó las vestiduras académicas es un “óxido rojo de hierro, más o menos arcilloso, abundante en la naturaleza, y que suele emplearse en pintura” (ib.).
 
La Universidad de Alcalá fundada por el cardenal Cisneros es hoy Patrimonio de la Humanidad, y se esfuerza en renovar su prestigio con el trabajo diario de profesores y alumnos; pero la relación con la ciudad que la acogía no fue tan fácil como ahora. Hay documentos que hablan de robos, peleas, apaleamientos a los vecinos y otros delitos cometidos por los estudiantes. Por fortuna, hoy un episodio como el que afectó al “dotor Majuelo” no parece probable.
Pedro Sánchez-Prieto Borja.

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[1] <http://portalcomunicacion.uah.es/diario-digital/actualidad/la-universidad-de-alcala-abre-el-curso-con-su-tradicional-ceremonia-de-apertura.html>.
[2] Véase al respecto L. M. Gutiérrez Torrecilla, M. Casado Arboniés, P. L. Ballesteros Torres, Profesores y estudiantes. Biografía colectiva de la Universidad de Alcalá (1508-1836), Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 2013. También, La Biblia Políglota Complutense en su contexto, coordinada por A. Alvar Universidad de Alcalá, Servicio de Publicaciones, 2016.
[3] Textos para la Historia del Español III, Archivo Municipal de Alcalá de Henares. Edición, introducción e índices, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 2005.


Por las calles de Madrid

Quizá una de las primeras tareas del investigador de la historia de una ciudad es saber la vida de las calles: su nombre, su ubicación y qué albergaron en ellas. Aunque tenemos fuentes escritas sobre las calles que forman Madrid, aún tienen mucho que contarnos los documentos inéditos que se custodian en los archivos de la Comunidad. Un caso notable es la documentación relacionada con la beneficencia de la ciudad. Gracias a ella, se puede ver dónde vivían las personas que necesitaban ayuda asistencial por su enfermedad, su pobreza o ambas cosas.

Especialmente ilustrativo es el caso de una carta escrita en 1714 y dirigida a la Hermandad del Refugio, institución benéfica que sigue en activo con más de 400 años y de la que hemos hablado en otro post (“El viaje de los dementes”). En la misiva (ALDICAM 406), una mujer llamada Rosa Ceballos pide que los cofrades se lleven a su hijo a la Inclusa de Madrid, por no poder alimentarlo. Para ello, indica que vive en la “calle Çurita, casas de don Francisco Moreno, la puerta más debajo de donde se fabrica el solimán”. Esta calle existe hoy en día, con el mismo nombre y se encuentra en el distrito de Lavapiés. Está señalada en el plano de Teixeira de 1656, pero con el nombre de “Curvo”, seguramente un error de imprenta de “Cuervo”; más adelante pasó a denominarse en honor al historiador aragonés Jerónimo de Zurita (1512-1580), (Bravo Morata, 1984) [1]. En la carta se cita que en ella, a principios del siglo XVIII, había una tienda donde se fabricaba el solimán, en este caso posiblemente un antiguo cosmético de mercurio [2]. En la actualidad, en esta calle hay numerosos locales de ocio típicos de esta zona de Madrid y, como curiosidad, también está la sede de un conocido partido político.

Del mismo fondo de la Hermandad del Refugio de principios del siglo XVIII, en el documento ALDICAM 409, se cita la calle de la Madera Alta, donde vive una enferma llamada Manuela con su hijo de corta edad. Debe su nombre a los antiguos almacenes de madera de doña Catalina de la Cerda, de los más importantes de la villa de Madrid en el siglo XVII. Esta calle está, como la mayoría, en el centro histórico, más concretamente en el barrio de Malasaña. Igualmente encontramos mencionada la Puerta del Sol, “donde alquilan los coches” (ALDICAM 408). En una carta de 1777 (ALDICAM 415) se solicita el traslado de un enfermo mental que vivía en la “calle Jacometrenzo”, forma vulgar de “Jacometrezo”, situada en las cercanías de Callao. Su llamativo nombre viene de un escultor italiano, Jácome o Giacomo da Trezzo, que trabajó para Felipe II (op.cit). O nos encontramos con la calle Desengaño, donde vivía Manuel Lázaro, un padre de familia sin trabajo (ALDICAM 412); el nombre de la calle, ya presente en el citado mapa de Teixeira, se ha atribuido a una leyenda popular famosa en el siglo XVI [3].   

Por su parte, en la Inclusa de Madrid hay numerosos documentos que se refieren a la procedencia de los niños expósitos o de las personas que los han llevado hasta la institución. Se puede citar una nota donde se menciona las calles del Álamo y la Manzana, cercanas a la Plaza de España. Lo más probable es que fueran llamadas así por ser esta una zona con huertos frutales, aunque circulan leyendas más específicas sobre cada nombre, como la desaparición de un ahorcado en un álamo en dicha calle (op.cit.). Sin embargo, también encontramos referencias a calles cuyo nombre ha cambiado; este es el caso de la calle de la Comadre, que aparece en un registro de 1721 de la Inclusa. En la actualidad, lleva el nombre de calle del Amparo, y se encuentra en Lavapiés. Al parecer, debía su nombre a una famosa comadrona que vivía por allí, pero se le asignó otra denominación, como en otros muchos casos del callejero madrileño. Ya que los documentos son los testigos de estos cambios, seguiremos conociéndolos.
Delfina Vázquez Balonga.
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[1] Bravo Morata, Federico (1984): Los nombres de las calles de Madrid. Murcia: Editorial Fenicia.
[2] Según el DLE, solimán puede ser el “sublimado corrosivo”, usado como desinfectante, o un “cosmético preparado a base de preparados de mercurio”.
[3] Gea Caballero, Isabel (2009): Los nombres de las calles de Madrid. Madrid: La Librería.



Furtivos

La violencia ha estado presente en todas las sociedades, pero sigue llamando nuestra atención cuando la ejercen aquellos de quienes se espera un comportamiento pacífico. Este es el caso del cura de Getafe Juan Pérez. Pero empecemos por el principio de la historia. Más que a guiar espiritualmente a su rebaño, el clérigo empleaba el tiempo en la caza, hasta el punto de “vivir de ella”. Debía de ser buen aficionado, pues no se contentaba con las rastrojeras próximas a su diócesis; Don Juan picaba más alto, y diría para sus adentros que no era menos digno que un rey de hollar los montes de El Escorial. Para ello buscaba siempre la mejor compañía, y la halló en Juan Cebrián y Francisco Franco, que ya habían sido denunciados por tales actividades cinegéticas. Aunque inicialmente, por su condición de sacerdote, Juan Pérez no fue incluido en el proceso penal, su comportamiento violento hizo que los hechos se pusieran en conocimiento del arzobispo de Toledo, D. Pascual de Aragón, según consta por la minuta de un memorial a dos de octubre de 1668. Las cosas sucedieron como sigue.

El padre Pérez acudía desde hacía año y medio a decir misa los domingos y fiestas de guardar a Peralejo, antes municipio y hoy pedanía cercana a la corte de El Escorial. Su escopeta solía guardarla en una caja, pero desde el 18 de septiembre no quiso separarse de su preciada arma, que dejaba apoyada, lo mismo que un espadín ancho, al altar mientras decía la misa, cosa que escandalizaba a los fieles, según nota quien elaboró la denuncia.

El 29 de septiembre, día de San Miguel, el guarda de la dehesa de La Aldehuela, José Chamorro, acudió a misa acompañado de su mujer. Acabado el oficio, el padre Pérez se acercó a él y le recriminó que hubiera denunciado a sus compañeros de caza Cebrián y Franco. De las palabras pasó a los hechos, y con su espadín le dio tales “cuchilladas y estocadas” que de no proteger al guarda el “coleto”, allí habría acabado sus días. Sangrando abundantemente, el guarda se alejó como pudo, no sin que antes el vengativo cura dijera: “No me contento con esto. Yo le cortaré las orejas”; y dirigiéndose a la mujer del guarda añadió que se las pondría “por perendengues”.  

No sabemos qué pena mereció la conducta del clérigo; por el modo en que se encauzó el proceso podemos suponer que fue castigado en lo que atañía a su situación eclesiástica, pero no a cárcel, pues, como dice el memorial dirigido al arzobispo de Toledo, en manos de este quedaba disponer lo que creyera conveniente para que no sucediera “alguna desdicha”. De este modo, aunque el prior de San Lorenzo de El Escorial podía “dar cuenta a su majestad”, es decir, al rey, el recurso a la vía eclesiástica hacía más sencillo y rápido el proceso, y, sobre todo, más leve la sentencia.

El documento, se encuentra en el archivo del Monasterio de El Escorial, con la signatura RMBE Caja XVII, número 6 [1]; ha sido transcrito por nuestra alumna de la Universidad de Alcalá Dolores Burgos Ballester, y podrá leerse próximamente en el corpus del proyecto ALDICAM. El lector moderno encontrará aspectos humorísticos en las homonimias de los nombre de los cazadores, y en el comportamiento disparatado del sacerdote, pero más allá de lo anecdótico del caso, podemos conocer así un aspecto de la alterativa entre iglesia y monarquía que en la España del s. XVII se presentaba para juzgar los delitos del clero, y aun de la relación entre clero y sociedad [2]. Presentan también interés para todo el que esté interesado por la lengua de otro tiempo palabras como la ya citada coleto, que el DRAE [3] define como “vestidura hecha de piel, por lo común de ante, con mangas o sin ellas, que cubría el cuerpo, ciñéndolo hasta la cintura”, pero sin mencionar la función defensiva que solía tener. Según el DCECH, la voz procede del italiano colletto, con el mismo significado [4], y debió de ser introducida a mediados del s. XVI por los soldados españoles. Las armas ofensivas de las que se vale Juan Pérez son la escopeta, palabra corriente desde 1520, y el espadín, término mucho más raro, y del que nuestro documento es uno de los testimonios más antiguos. Más curiosa es la palabra perendengues, de origen incierto, que en el contexto podría valor ‘pendiente’ u otro adorno, y del que no hemos encontrado empleos más antiguos que el de este texto. Para nuestro propósito interesa este memorial como testigo recuperado de la vida de Madrid, y de su lengua, allá por la época de Carlos II, conocido como “el Hechizado”.
Pedro Sánchez-Prieto Borja.
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[1] Benito Mediavilla Martín, Inventario de documentos sobre el Real Monasterio del Escorial existentes en el Archivo de su Real Biblioteca (1631 – 1882), Ediciones Escurialenses, Real Monasterio del Escorial, 2005, p. 30.
[2] Sobre la situación de la iglesia en la época de nuestro documento sigue es fundamental la obra de Antonio Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII. II. El estamento eclesiástico, Madrid, CSIC, 1992.
[3] <http://dle.rae.es/?id=DgIqVCc>.
[4] Joan Corominas y José Antonio Pascual, Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico, vol. II, Madrid, Gredos, 1996.   

 
Chocolate con la condesa

Uno de los mayores tesoros de los archivos son las notas sueltas, esos papeles a los que no se suele dar importancia y que, justamente por eso, no se suelen conservar. Cuando sucede lo  contrario, se convierte en un testimonio de primera mano de datos sobre la vida de otras épocas. 

En el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid se han guardado los documentos de testamentaría de la condesa de Lemos, Rosa María de Castro y Centurión (1691-1772). Fue una mujer con poder económico, como muestran las cartas que recibía de sus señoríos de Galicia y otras partes de España pidiéndole limosnas, que ella a menudo concedía por medio de papeles firmados de su mano. Asimismo nos han llegado documentos privados de temas variados y que reflejan cómo era la vida cotidiana en su hogar : recetas de botica,  cartas de parientes, gastos por un entierro, el reparo de un coche o un encargo de ropa en París. Una de estas notas se refiere a la elaboración del chocolate en la casa de doña Rosa María. Lleva como título “El modo con el que se labra el chocolate en casa de mi señora”. No se encuentra fecha ni está firmada, y solamente podemos imaginar que estuvo en uso entre el servicio de la condesa pocos años hacia 1760-1770. 

La receta establece que se debe usar cacao de Caracas, “fresco y reciente”, al que hay que añadir  “azúcar de pilón”, es decir, la refinada dispuesta en panes cónicos según el Diccionario de la Lengua Española (DLE). Después se tenía que tostar, aunque no mucho, y moler cinco veces. Por último, a la mezcla se ponía canela y vainilla. 

El cacao fue descubierto por los colonizadores españoles, que sabían que esta semilla se consumía como alimento entre los aztecas. Una vez que llegó a la Península, se expandió con rapidez, y ya en la segunda mitad del siglo XVII se escribió sobre la cantidad de puestos que lo vendían en Madrid. Su popularidad siguió en el siglo XVIII y una muestra es que Carlos III, coetáneo de la condesa, tomaba una jícara para desayunar
[1]. Además, España tenía acceso al cacao de las Indias. En la receta se puede leer que se debía usar el denominado “de Caracas”, aunque en la época había otras variedades como el de Guayaquil o el de Portugal. En la obra Arte de la repostería de Juan de la Mata, escrita en 1747, el autor indica que el cacao de Caracas “goza la más superior preeminencia” entre otras especies [2]. Por lo tanto, en casa de la condesa se consumía el mejor del mercado. Hay que llamar la atención, también, ante el hecho de que el cacao fuera molido en su casa, y no en una tienda. 

Podemos imaginar las ocasiones en las que la condesa y sus allegados consumían sus jícaras de chocolate: desayunos y meriendas, en soledad o en compañía, un día anodino o de fiesta, cualquier momento era bueno para probar este manjar que tanto gustaba a los españoles del siglo XVIII. Y en pleno siglo XXI, sobre todo en tardes de invierno, un buen chocolate caliente continúa siendo una tentación irresistible, aunque ya no sea de Caracas. 

Delfina Vázquez Balonga.
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[1] Pérez-Tenessa (2000): La fabulosa historia del chocolate, en Revista española de estudios agrosociales y pesqueros, nº 186, págs. 265 - 278.
[2] Mata, Juan de la (1791): Arte de repostería, en que se contiene todo género de hacer dulces secos, y en líquido... Madrid, Oficina de Ramón Ruiz.



El viaje de los "dementes"


Si en las sociedades avanzadas los enfermos mentales encuentran enormes dificultades para desarrollar su vida en las mejores condiciones posibles, imaginemos lo que sería ser declarado “demente” en una época no tan lejana, el s. XVIII, en la que las luces llegaban a una minoría de pensadores, mientras que el oscurantismo dominaba todavía en amplios sectores de la población. Los poderes públicos procuraron, antes que curarlos, ocultar y recluir a los “locos”. Madrid, quizá por el hecho de que en ella residía la corte, estaba a la cabeza de esta política. Así sucedía en el Hospital General y de la Pasión, sito en la calle de Atocha, que procuraba tener el menor número posible de estos enfermos y por poco tiempo [1]. Para las mujeres solo disponía de nueve jaulas, y como había “poca luz y menos bentilación, es irremediable el fetor que se percibe”. La solución era trasladarlos a Toledo y, sobre todo, a Zaragoza. La Hermandad del Refugio tomó entre sus labores asistenciales llevar a los “dementes” al hospital de Nuestra Señora de Gracia de la capital aragonesa. El traslado se encomendaba a un cosario / corsario, que los conducía con sus caballerías. Los documentos nos hablan en 1738 de que el arriero aragonés Luis Benáchez sustituye a Francisco Melo “con vaja de 30 reales menos“. Se conservan testimonios escritos sobre todo de la última década del  siglo, en los que el encargado del transporte era un tal Miguel Perales. 

¿Cómo llegaban los enfermos tras un viaje que duraba 8 jornadas? Por el informe del 27 de septiembre de 1791 de Martín de Aínsa, médico del hospital de Nuestra Señora de Gracia, sabemos que el desplazamiento no se hacía en las mejores condiciones, pues “vienen atados y amarrados a las cavallerías con tanta impiedad que de la presión de las cuerdas, moraduras, contusiones de golpes, ningún cuidado en que se exoneren con las evacuaciones naturales y otros efectos del mal tratamiento, suelen morir a poco tiempo de su arribo”. Tras este informe, la junta de la Hermandad del Refugio comisionó a Mariano Rubio para averiguar todo lo relativo al modo en que el “cosario” Perales los trasladaba. Rubio elabora detallados informes, incluso con dibujos, sobre el modo en que van atados los dementes “en la caballería”, cómo duermen en las posadas (“luego que han cenado se le da una manta a cada uno y se les mete sueltos en el pajar cerrando con llave”), y qué cuidados médicos se les proporcionan en el hospital de Zaragoza. Sus condiciones de vida no mejoraban mucho en su nuevo destino: “Y por la noche duermen toda la turva de simples juntos en un cuarto grande como una manada de cerdos, unos dencima de otros. Si el loco está furioso se le mete en la gavia, poniéndole grillos y se le da de comer por una ventanita”. Las cuentas del comisionado nos permiten conocer cómo era la alimentación durante los viajes, en los que no faltaba el vino. Llama la atención la cantidad de huevos, ¡seis diarios! Resulta curioso conocer que una noche de alojamiento en una posada costaba por “demente” lo mismo que tres huevos.

Estos y otros detalles nos son accesibles gracias a los fondos de la Hermandad del Refugio, magníficamente conservados, y hoy en depósito en el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid. Los documentos tienen un interés grande para la historia de la medicina, en particular de la psiquiatría, las costumbres, viajes y posadas, pero también, en otro plano, para  la historia de la lengua (p. ej., cosario ‘conductor de caballerías’, gavia ‘jaula’, escusabaraja ‘cajón de madera con tapa para guardar alimentos’, zaque ‘cuero para sacar agua’, simple ‘enfermo psíquico’). Podemos así acercarnos a un aspecto poco conocido de la realidad del s. XVIII.

Pedro Sánchez-Prieto Borja.
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[1] Información sobre esta institución sanitaria puede verse en Juan Manuel Núñez Olarte, El Hospital General de Madrid en el siglo XVIII: actividad médica y quirúrgica, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1999, págs. 192-199.
  

Prohibido jugar al cané

En todas las épocas y lugares han sido frecuentes los problemas de convivencia entre vecinos, y por ello han surgido, con mayor o menor éxito, normas para evitar la violencia. La localidad madrileña de Parla en el siglo XIX era un pequeño pueblo muy diferente a la ciudad que se ha desarrollado en las últimas décadas, pero no fue una excepción en estos intentos de control de los desórdenes.

En un libro de actas conservado en su Archivo Municipal
[1] se anota una serie de normas dictadas el día 6 de enero de 1817, estando presentes los alcaldes Manuel Martín Artalejo y Benigno Martín, entre otras autoridades locales.  El documento fue titulado “Acuerdo y vando de buen gobierno” y establecía que quien no cumpliese las leyes, sería condenado a “penosas cárceles y obscuros calavozos”. Primero, se prohibía organizar “quimeras, alborotos, partidos y disputas ”. Tampoco se permitía el uso de armas y el daño a las haciendas y posesiones o las viviendas del vecindario. 

Los puntos más conflictivos en cualquier localidad solían ser las tabernas. Por ello, el ayuntamiento recuerda que no se podía tener una conducta indebida en “taberna, aguardentería y demás puestos públicos”, de manera que se penalizaría insultar a los dueños o clientes. Se estableció, además, el horario de cierre a las diez de la noche en invierno y las once en verano. 


Resulta llamativo que el acuerdo mencionase los juegos de naipes no permitidos por el concejo : el cané, la banca, el parar “y demás de embite”, es decir, aquellos en los que se hacían apuestas de una cantidad. La justificación aparece a continuación: “no sirven ni se toman por vía de diversión, sino para estafarse unos a otros, quitarse el dinero y aun las prendas, ropas y alajas, que a falta de moneda sonante son conducidas a el juego para sostener tan detestable vicio”. No es difícil, entonces, comprender el interés del ayuntamiento en eliminar estas prácticas en los lugares de reunión.


Los tres nombres de los juegos están recogidos en el DLE
[2]. Del cané se dice que es “semejante al monte”. Según el Diccionario Crítico Etimológico de Corominas y Pascual [3] se trata de una voz de origen caló, que originalmente significa ‘oído’. Después pasaría a la acepción de ‘jaleo’, el cual no debía faltar en las partidas. Aparece mencionado en varios autores literarios del siglo XIX y principios del XX, como Espronceda, Bretón de los Herreros, Pereda y Valera, casi siempre de manera negativa. Por ejemplo, en Juanita la larga (1895), de Juan Valera, se tratan los “malos pasos en que don Álvaro Roldán solía andar”, como que “jugaba al monte y hasta al cané ”. Más recientemente, en la obra Paseíllo por el planeta de los toros, de Antonio Díaz-Cañabate (1970), aún se recuerda que algunos niños se jugaban sus pocos céntimos al cané, “juego preferido por la golfería”.

Aunque la afición por las apuestas con naipes ha perdido gran parte de la popularidad que llegó a tener, es cierto que el juego de azar sigue estando arraigado. Como podemos ver, las autoridades siempre lo han mirado con cierto recelo por los posibles problemas sociales que podía conllevar.   


Delfina Vázquez Balonga.
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[1] Signatura 2152.1. www.ayuntamientoparla.es
[2] www.rae.es
[3] Corominas, J. y José Antonio Pascual (1980-1991): Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico. Madrid, Gredos.   


Rapto del niño Isidro de Cárdenas

Si las brevísimas notas de abandono de niños permiten entrever las terribles condiciones en las que se desarrollaba la vida de muchos madrileños en los llamados “siglos de oro”, otro documento, este de naturaleza judicial, nos da cuenta detallada de las vicisitudes, novelescas de no haber sido reales, que le tocó vivir a una de las muchas criaturas que fueron acogidas por la beneficencia. 

El día 24 de julio de 1633, el escribano Juan de Piña, por orden del “alcalde” (juez) Juan de Colmenar, extiende de su mano una copia de la denuncia presentada por Jácome Romano y su mujer Isabel de Bárcena por el rapto de Isidro de Cárdena, a la sazón de cinco años de edad, muchacho que esta había recibido del “hospital de la Inclusa” dos años y medio antes para “destetarle y acabarle de criar”. 

El expediente se abre con la declaración sucinta del propio Jácome, quien señala que el sábado 25 de junio una mujer desconocida estuvo averiguando el nombre y morada del niño, y así poder señalar la casa “para no errarla”. Al caer la tarde, “a la hora de las avemarías”, se llevó raptado a Isidro.

Más detalles añade María Rodríguez de Salazar, de 28 años “poco más o menos”, vecina de la misma calle de San Antón, y que conocía bien al niño. Esta testigo dice que a otro día de la festividad de San Juan, “cosa de una hora antes de que anocheciera”, vio una mujer vestida con tosca saya oscura y un jubón negro, y que se cubría el rostro con un manto, paseándose un buen rato de arriba a abajo por la citada calle. A la hora de “encender luces”, Isidro se acercó solo a la tienda de María Rodríguez para comprar aceite. Como el pequeño no volvía del recado, su “madre”, Isabel de Bárcena, preguntó a la tendera si lo había visto, a lo que esta respondió que ya se había marchado hacía un rato con el encargo. Isabel comenzó a dar voces, lo que hizo salir a la puerta a las vecinas. Una de ellas, Ana de Mata, dijo que había visto cómo la mujer desconocida llevaba de la mano al crío. La tendera declara finalmente que aunque viera a la raptora no la conocería, pues no le vio “más de la punta de la nariz”.

El testimonio de Ana de Mata añade el dato de haber visto, efectivamente, a la mujer vestida de pardo con el niño de la mano, pero que por creer que se trataba de la mujer de Jácome Romano o su hermana no avisó a nadie, y solo se dio cuenta del rapto cuando oyó “las voces que hubo en la calle”. 

No sabemos si las pesquisas sobre el paradero de Isidro dieron resultado; es posible que lo llevaran fuera de Madrid, pues la Inclusa y Colegio de la Paz acogía niños nacidos en otras localidades. Tal vez estemos ante uno de aquellos casos anunciados ya por las notas de abandono que aparecían entre las ropitas de la criatura de que algún día sus padres lo recogerían, cierto que, en este caso, por vías ajenas a las normas de la institución benéfica.

El interés de este documento del Archivo Regional de la Comunidad de Madrid (8516/4 [1]) no termina aquí, pues identificamos en el escribano “del rey nuestro señor y de provincia”  Juan de Piña al escritor Juan Izquierdo de Piña, nacido en Buendía (Cuenca) y muerto en Madrid 10 años después de escribir esta pieza. Resulta llamativo que a veces aparezca intitulado como “escribano de sucesos”, lo que nos lleva a conjeturar que su labor no se limitaría a escribir el traslado o copia, sino que sería seguramente él el encargado de darle forma al novelesco relato. Este amigo de Lope de Vega, que dio constancia escrita en la boda con Juana de Guardo y en la dote de sor Marcela, fue él mismo autor de unas Novelas exemplares y prodigiosas historias (Madrid, 1624), entre otras muchas obras. En su trabajo como escribano hallaría no pocos casos extraordinarios a los que dar forma documental. Historia y vida, realidad y literatura parecen darse la mano, una vez más, en los viejos legajos que se custodian en los archivos madrileños [2].

Pedro Sánchez-Prieto Borja.
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[1] El documento fue publicado en P. Sánchez-Prieto Borja y A. Flores Ramírez, Textos para la Historia del Español, vol. IV. Archivo Regional de la Comunidad de Madrid, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, págs. 42-46.
[2] Sobre la vida y obra de Juan de Piña puede consultarse la Colección selecta de antiguas novelas española, Tomo VI, con estudio biográfico y crítico de Emilio Cotarelo y Mori, Madrid, 1907 <http://booksnow1.scholarsportal.info/ebooks/oca4/42/casosprodigiosos06piuoft/casosprodigiosos06piuoft.pdf>.

 

 Protestas en El Escorial (1770)

Es una fría noche de un viernes de diciembre. Tras haber terminado su jornada, unos hombres se reúnen en la única taberna del pueblo que merece tal nombre. El vino, servido en jarras de barro, les suelta la lengua. Se quejan de que sus sueldos apenas llegan para dar de comer a sus hijos: si siguen las cosas así ni siquiera podremos olvidar un rato las penas con unos tragos de vino tinto. Pero la tabernera anuncia que ya es hora de cerrar. Cuando salen, las críticas suben de tono. Los precios están imposibles y el alcalde y los concejales no hacen nada para remediarlo. Y “¡qué han de remediar!”, dice el más inquieto de todos, si el panadero le regaló al alcalde “un gorrino cebado por Navidades”. No os acordáis de la subida que hubo en diciembre y que nadie dijo nada. Eso es que “el gorrino ya gruñía en la cochiquera del señor D. Ángel”. El vino, prosiguió, también se ha encarecido, pues con regalar el tabernero un pellejo a los concejales tiene libertad para venderlo como quiera. Ni siquiera el cura escapa a sus críticas: hasta las once de la noche se está en la taberna, trago va y trago viene, y a saber de dónde sale el dinero, que para mí que ese “vesita” el cepillo de los pobres, y luego, buenos sermones que nos echa desde el “artar mayor”... Esto es lo que pasa, concluyó, que sois “alcagüetes de vuestros dineros”, que trabajáis para ponerlos en manos de otros para que se den la gran vida a vuestra costa. 

Aquella noche, nuestro hombre no pudo pegar ojo. No había salido el sol cuando, provisto de pluma, tinta y del único trozo de papel que había en la casa, enhebrando como mejor supo las letras, escribió con la mano torpe de quien no está acostumbrado a ello una hoja de renglones torcidos. Ese mismo sábado, antes de que los vecinos empezaran sus tareas, sin ser visto, cogió unos trozos de pan, los mascó, hizo unas bolas y con ellas pegó el pasquín en el portal de la casa de D. Ángel de Porras.

Así o de manera parecida debieron de suceder las cosas el 27 y 28 de diciembre de 1770 en la localidad de El Escorial. El expediente que da cuenta del hallazgo del libelo infamatorio el 28 de diciembre de 1770 a las siete de la mañana, y de las pesquisas para identificar a su autor, se conserva en la sección de Justicia criminal del Archivo Municipal de El Escorial con la signatura 3479-18. Las protestas del pueblo contra el tabernero están recogidas en varios escritos dirigidos al alcalde. Aparte de los elevados precios, se quejan de que el vino lleva muchas “mezclas de gatuperios”. El pasquín, inserto en el expediente, tiene un extraordinario interés como muestra de la escritura de quienes solo en circunstancias excepcionales toman la pluma: gorino ‘gorrino’, gronia ‘gruñía’, tarbarnero ‘tabernero’, bessitar ‘visitar’, artar ‘altar’, pero también es testimonio valioso sobre la vida diaria y las preocupaciones de los vecinos de una villa madrileña en el último tercio del siglo XVIII. Las protestas se enmarcan en la carestía del pan debida a la liberalización de los precios de los cereales, y que dio lugar al motín de Esquilache, del nombre del ministro de Carlos III. Más allá de las grandes líneas de la política del reino, este “libelo o pasquín” de El Escorial de diciembre de 1770 nos permite conocer la historia con minúscula, la de las gentes que no salen en los libros, pero que, para bien y para mal, conformaron la España de entonces. Y, en cierta medida, la de ahora.

Pedro Sánchez-Prieto Borja.


A la ópera a los Caños del Peral 

En el solar donde hoy en día, desde la época de Isabel II, se alza el Teatro Real, fue construido antes un coliseo de ópera a la italiana por deseo del rey Felipe V. Se encontraba en el mismo lugar donde había existido una fuente usada como lavadero, la llamada “de los Caños del Peral”. Por cierto, hoy en día sus ruinas pueden ser visitadas en la estación de Ópera del metro de Madrid, como uno de sus espacios históricos.

El Archivo Regional de Madrid conserva un fondo de documentación relativa a este primer punto de encuentro para los amantes de la ópera. En junio de 2014, el archivo eligió como documento del mes, precisamente, las nóminas de los músicos y otros trabajadores en los años 1787 y 1788 [1]. Pero ahora vamos a detenernos en otra pieza: el inventario de vestimentas que se realizó en marzo de 1791, durante el reinado de Carlos IV. Por medio de la lista de prendas que vestían a cantantes y bailarines, también se registran los espectáculos que habían estado en el programa reciente del coliseo. Hay más de 30 obras diferentes, aunque hay que recordar que en una misma sesión se incluían varias de ellas. Como se puede leer en el Diario de Madrid con fecha de 21 de diciembre de 1790, ese día estaba programada una “ópera bufa” llamada Los gitanos de la feria, con dos bailes: El matrimonio por gratitud y La aldeana espirituosa. De hecho, las tres obras están incluidas en el inventario del vestuario, pues se hizo solamente tres meses más tarde de esta representación. 

Además de esta ópera y sus dos bailes, en Caños del Peral se representaron algunas obras de autores célebres, como Julio César, seguramente la escrita por Georg F. Händel. A su lado, encontramos Le Pescatrici (llamada en el documento “Pescatrichi”), de Joseph Haydn, Rey Teodoro, del napolitano Giovanni Paisiello, Enea y Lavinia, de Antonio Sartorio, así como Escuela de celosos, obra del famoso Antonio Salieri.  Como era frecuente en la ópera dieciochesca, dominaba el tema histórico (Julio César, Cleopatra, Semíramis, Cenobia de Palmira) y mitológico (Venus y Adonis), además del amoroso (Escuela de celosos, La fuerza del amor, Matrimonio por gratitud). Junto a estas obras, hay otras piezas menos conocidas como la citada Los gitanos de la feria (llamada en el inventario con la variante “Las gitanas de la feria”), Amor conyugal, Pedro y Justina, La loca por amor, Las dos gemelas o Anticuario burlado. Por el título, algunas de ellas debían estar limitadas al ámbito español, como Don Quijote o Don Juan Tenorio. También hay menciones claras a bailes: Chinesco, Baile inglés, Juegos campesinos, o Baile de Eco. 

El vestuario se escribe con todo detalle, por lo que es una valiosa fuente de historia del vocabulario especializado de la indumentaria. Las prendas más repetidas son las habituales en la época: casaca (con sus variantes casaquilla y casaquín), calzón, guardapiés, (sayo) baquero (‘prenda de cuerpo entero’), jugón (‘jubón, prenda superior’) y chaleco. Sin embargo, también se pueden ver prendas hechas para conformar un disfraz. Por ejemplo, en la obra Julio César se repiten las corazas y toneletes para caracterizar a los personajes romanos: “Coraza de tela de plata, tonelete raso amarillo, drapería ídem azul, ciento y diez reales”. En Cleopatra, se encuentra un “bestido a la romana” y en Amor conyugal, el vestido es “a la española”. En la obra Don Quijote no podía faltar un “Bestido de Sancho Panza”, aunque no se apunta el del protagonista. Para la pieza llamada Máscara, se anota “Un bestido de abate” y otro “de doctor”. Por último, en la parte referida a prendas sueltas de vestuario, se citan entre muchos objetos “babuchas”, “gorras de úsara” (húsar), “Cuatro guardainfantes” y otros elementos para la representación, como “escopetas” y “banderas”. Los tejidos más empleados son el tafetán y el raso, ambos hechos de seda, mientras que hay otros más finos y baratos como el lienzo, vocasí (‘bocací, especie de tela de hilo’) y la sarga. Entre los colores hay preferencia por el encarnado, amarillo, azul, blanco, color de fuego (‘rojo intenso’), color de naranja, color de rosa, turquí (‘azul muy oscuro’), aplomado (‘gris’), carmelita (‘castaño claro’), morado, pajizo y verde. No faltan denominaciones poco frecuentes como “color de ciruela” y “color de pulga”.

Como se puede ver, la documentación guarda gran cantidad de información sobre temas de lo más variado y, en este caso, contamos con una fuente de saber sobre la historia de la ópera en España y la capital, los gustos que dominaban y, por supuesto, cómo era el vestuario de quienes se subieron al escenario. Estas y otras preguntas sobre este coliseo con nombre de fuente las podemos responder en el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid [2].

Delfina Vázquez Balonga.
  


Ser menor de edad en el siglo XVII

Es sabido que, hasta hace poco, la mortandad tanto en niños como en adultos llegaba a niveles muy superiores a los de nuestros días. Causas repetidas como las enfermedades, las guerras, las hambrunas y los malos partos teñían de luto las familias de toda Europa. Esto, unido a la gran cantidad de nacimientos, propició la existencia de numerosos casos de orfandad. Más allá del drama familiar que esto suponía, ¿qué disponían las leyes del Antiguo Régimen para un menor de edad que perdía a sus padres? Los documentos de los archivos nos dan numerosos ejemplos gracias a las escrituras notariales de tutelas y curadurías. Vamos a ocuparnos de dos de ellas, hechas en la localidad madrileña de Arganda del Rey a finales del siglo XVII y conservadas en su Archivo Municipal (AMAR) [1]. La primera fue escrita el 16 de agosto de 1688, y trataba la tutela para una muchacha llamada María del Olmo, huérfana de ambos padres y soltera. Su madre, Lucrecia Benito, había fallecido ese año, después de dictar un testamento también conservado en el AMAR. No sabemos su edad, pero sí que era "menor de veinte y cinco años, aunque mayor de quinze". A pesar de que la esperanza de vida era corta, la mayoría de edad no se alcanzaba hasta los veinticinco años, tal y como establecían ya las Partidas de Alfonso X. Curiosamente, el Derecho castellano concedía esta mayoría de edad por igual a hombres y mujeres y no fue, hasta el Código Civil de 1889, cuando se rebajó a los 23 años pero con una serie de trabas jurídicas en la mujer que no desaparecían hasta que llegaba a los 25 [2]. Así, era preciso asignar a María del Olmo un tutor, una persona que cuidase de ella para que estuviera, como reza el documento, "con la dezencia y recogimiento que se requiere como donzella". Fue elegido su hermano, Agustín del Olmo. En la escritura, este se compromete a darle "solamente el alimento que hubiere menester, y el vestir y calzar", y se señala que "lo demás que necesitare su persona ha de ser a costa de la hazienda de dicha menor". Además, el cuidado parecía tener un precio: María del Olmo debía "lavar y remendar su ropa al dicho Agustín del Olmo, sin por ello llevar cosa alguna". Como se puede ver, la escritura impone con cierta dureza las condiciones de acogida en su nuevo hogar. No obstante, se acordó la entrega de la herencia que le correspondía y que pudiera hacer uso de estos bienes para "tomar estado", es decir, contraer matrimonio o profesar en un convento.  No podemos saber cómo fue la vida de María del Olmo en la casa de su hermano, ni si esta duró mucho o poco. De todas formas, podemos decir que María fue afortunada, pues otras huérfanas sin familia próxima acababan en instituciones benéficas o viviendo entre extraños, indefensas ante cualquier tipo de abuso. 

El otro caso es el de José, un niño de "tres años poco más o menos", que había perdido a su padre, José Milano. Su madre, María Sanz, solicitó ser la tutora en sustitución de su marido, pero para ello tuvo que pedir permiso al alcalde ordinario de Arganda del Rey, Lucas Milano. La escritura se firmó el 4 de diciembre de 1690. Para la concesión de la tutela se debía hacer una excepción con las leyes llamadas "Del Beleyano", del Derecho Romano, que evitaba que las mujeres fuesen fiadoras o realizasen otro tipo de gestiones económicas que les podían perjudicar. María Sanz renunció ante el alcalde ordinario y puso como fiador de su hacienda a Francisco Sanz, su padre, y a Pedro Milano, tío de su hijo, para mayor seguridad. Por lo demás, juró "a Dios y a una cruz" de ejercer su cargo como correspondía. 

En ambos casos, tenemos una historia corriente, que pasó inadvertida como otras muchas de huérfanos, niños o jóvenes, que necesitaban un tutor. Ni María del Olmo ni el pequeño José Milano habrían pensado nunca que sus asuntos legales personales pudieran despertar algún interés fuera de su estrecho círculo en Arganda del Rey. Sin embargo, para los investigadores actuales estas escrituras son también una ventana al pasado que nunca deja de hacernos aprender.

Delfina Vázquez Balonga.



[2] Benito de los Mozos, Ana Isabel (2007): "La influencia del Código Civil en la vida de las mujeres españolas", en Martínez, Esther, et allii (eds) (2007): La igualdad como compromiso. Estudios de género en homenaje a la profesora Ana Díaz de Medina. Salamanca: Ediciones de la Universidad.



El río se llevó a Piquet

Algunas veces, los documentos archivísticos nos desvelan historias curiosas que, como en este caso, tienen un final trágico. El protagonista es Mateo (o Mathieu) Piquet, un viajero francés que acabó encontrando la muerte en un tranquilo pueblo del oeste de Madrid. Hemos podido conocer estos hechos gracias a los fondos conservados en el Archivo Municipal de El Escorial.  

En marzo de 1688 se abrió un proceso en la villa de El Escorial con motivo del hallazgo del cadáver de un hombre, al parecer forastero, que se había ahogado en el río Aulencia, en el arroyo llamado “del Tercio”. Unos hombres del lugar, guiados por Alonso Rodríguez, regidor de El Escorial, llegaron al lugar provistos de dos mulas y un macho, y allí encontraron el cadáver “orillado, con los pies hacia fuera”. Lo llevaron al pueblo, a la casa de Santos Hernández, y mientras se intentaba que el cuerpo fuera reclamado por alguien, se mandó que fuera examinado por un cirujano, José de Fleitas. La conclusión del galeno fue que aquel hombre forastero tenía heridas en la cabeza, pero que la causa había sido el ahogamiento “sin aber prezedido otra violenzia alguna”, es decir, que se descartaba el asesinato. En el proceso se apuntaron las pertenencias del desconocido: un casacón colorado, un par de guantes, un espadín, un anteojo, un escarpidor, botones de plata y dinero, en concreto, 27 reales, entre otras cosas. Además de parecer extranjero, la indumentaria y los objetos daban a entender que era una persona de buena posición. 

Pronto apareció ante Alonso Rodríguez el compañero de viaje del fallecido. El joven dijo llamarse Nicolás Gabriel y ser también natural de Francia, de profesión abogado y veintitrés años de edad. En su declaración ante el escribano, el señor Gabriel contó que su compañero muerto, llamado Mateo Piquet, y él eran residentes en Madrid, pero que habían ido a El Escorial para ver el monasterio, ya por entonces famoso en Europa. El día que volvían a la capital, los dos franceses y el mozo de las mulas que los llevaba se encontraron con el arroyo que estaba a “legua y media del Escorial”. Pese a que el mozo aconsejó no pasar por tener “mucho agua”,  Mateo Piquet insistió en cruzar contra la corriente montado en su mula; la imprudencia le costó cara, ya que, según se puede leer, acabó “perdido agua abajo”. Gracias a Nicolás Gabriel las autoridades supieron que el difunto era abogado en París, huérfano de padres, con dos hermanas casadas. Se anotó que su padrastro se llamaba “Monsiur de Lebeuf” y que era “síndico de los consejarios del Rey y vive en la calle San Dionisio”. Tampoco se le conocía esposa ni otro pariente. Desde hacía unos tres meses y medio estaba instalado en Madrid en la posada de la Casa de Campo, “zerca de la estafeta de Flandes”. Aunque tampoco se le conocían parientes en España, se apuntó que tenía amistad con otros compatriotas establecidos en la corte, como “Pedro Chelot, mercader”, “Pedro Borin, primer confitero de la reina”, y “Gaspar Rebufa, cozinero mayor de la reina”. Hemos de recordar que la esposa de Carlos II y reina de España era por entonces la sobrina de Luis XIV, María Luisa de Orleans, quien trajo desde su corte francesa un séquito de compatriotas que se asentaron en Madrid.  

El 9 de marzo de 1688, Mathieu Piquet fue enterrado en la iglesia de San Bernabé de El Escorial, lejos de su París natal. Podemos ver en el mismo expediente un documento con los gastos que ocasionó la ceremonia, entre ellas, “cincuenta y cuatro reales para la sepoltura y ornamento” y algunas limosnas habituales en los actos fúnebres. Lo firmó Melchor Aparicio, cura párroco de la citada iglesia. Se ponía así fin a la triste historia de uno de los muchos forasteros que poblaron el Madrid del siglo XVII y que, de no ser por el testimonio de los documentos de los archivos, jamás habríamos podido conocer.

Delfina Vázquez Balonga.




"Batizada me soy, María me llaman":
La Inclusa de Madrid en los siglos XVI y XVII
 
Que la vida de cualquier persona está fuertemente condicionada por la familia en la que le ha tocado venir al mundo es una verdad en todo tiempo, pero lo era más aun en una época en la que las funciones de previsión y ayuda social para los necesitados reposaban exclusivamente en la caridad. Al Madrid de los siglos XVI-XVII, cuando el traslado de la corte desde Toledo no quedaba lejano (1561), acudían gentes de toda España, y aun extranjeros, que buscaban mejorar de fortuna. Era una ciudad en ebullición, y en ella se darían cita, al decir de un contemporáneo, “lo más alto y los más bajo” del reino. Serían legión los pobres, los desarraigados, enfermos, los ancianos solos, las mujeres con hijos y sin recursos. No eran pocos los recién nacidos que no tenían unos padres solícitos que se ocuparan de ellos. Podemos suponer que deshacerse de la criatura era la solución habitual. Pero en la segunda mitad del s. XVI una institución religiosa tomará entre sus funciones hacerse cargo de niños y niñas abandonados.
 

La Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y Angustias, fundada en 1567, tenía como misión recoger los cuerpos de los ajusticiados para darles sepultura, o lo que quedaba de ellos, porque estos eran habitualmente hechos “cuartos”. Una obra pía de esta institución será la “Inclusa y colegio de la paz”, que hacia 1580 empezó a acoger niños abandonados por sus padres [1]. El nombre inclusa como ‘casa de expósitos’ es, sin lugar a dudas, un madrileñismo del español, y tiene su origen en la virgen “de la Inclusa”, imagen traída por dos soldados de los tercios desde la ciudad holandesa de Enkhuizen (fr. L’Ecluse), y que presidía el hospital, situado este, al parecer, en la calle de Preciados, muy cerca de donde tiene su entrada un conocido centro comercial.

Una de las aspectos más llamativos del abandono de niños es que los padres o familiares dejaban entre sus pobres ropas una papelito mal cortado, escrito muchas veces por personas que solo cogían la pluma en circunstancias extremas como esta. Es la “nota”, en la que se solía indicar si la criatura había recibido bautismo o solo “agua de la comadre (hoy comadrona)” y qué nombre se le había puesto o se le había de poner. Estas notas de abandono se conservaron en el fondo de beneficencia de la extinta diputación provincial, y hoy pueden ser consultadas por los investigadores en el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid, caja 8657, carpeta 13, de entre los años 1593 y 1695, y que para nosotros son el fondo más valioso del archivo [2].

Constituyen estos materiales una fuente de gran interés para conocer la lengua de las personas de menor instrucción, dueños de la letra irregular de quien había frecuentado poco la escuela, pero que seguramente había tenido en sus manos alguna cartilla de las que entonces y ahora se usan para aprender a escribir, como se ve por el empleo de la cruz inicial y por el uso de abreviaturas. Incluso parece haber unas maneras de expresarse  propias del género, como el empleo fingido de la primera persona (Batizada me soy, María me llaman). No faltan usos que parecen reflejar la manera de hablar de las clases populares (nehesidad ‘necesidad’, guerfano, Flugencio ‘Fulgencio’), e incluso seseo ¿en Madrid? (bautisado, ce llama ‘se llama’), lo que curiosamente se repite en notas de abandono de Nuestra Señora del Refugio en el s. XVIII (saguán ‘zaguán’, Zanches, ‘Sánchez’). En su simplicidad (una de ellas dice solo “Agua”), dibujan la penosa situación por la que muchos huérfanos llegan al hospicio: La grande necesidad que una probe muger tiene le obliga y fuerça acer esto (1600); Esta niña se llama María, á seis meses y su madre murió parto (1695).  No falta, con todo, el rasgo de humor, cierto que negro, en quien escribe acerca de la niña Lorenza de la Cruz que “su padre se llama Chite y Calla y su madre María Búscala” (1594).  Aun así, es de los pocas notas que da indicaciones sobre la salud del recién nacido: Otrosí digo que le miren el ombligo, porque no ha dado la cuerda, junto a esta otra que señala que “el mal que lleva de ojos es de avérsele quebrado la fuente a su madre en ellos, y labándoselos con un poco de agua a menudo se le quitará” (1594).

En la misma carpeta que las notas de abandono se encuentran en el ARCM otros billetes que daban cuenta de la entrega a la inclusa de los niños a los que sus  padres o familiares habían dejado en la puerta de la casa de un caballero, de un convento  o en otros lugares: En el lugar de Rejas [3], echaron en la plaza esta criatura algún pobre que pasava de paso, y porque no se le comiesen puercos la hize recoger y que se trajese a criar aquí (1596). Como vemos, el niño se ponía bajo la protección del rector de la inclusa, y se daba a un ama de cría, a la que se le pagaba una cierta cantidad de dinero para alimentos.

El destino de estos niños se conoce por la propia documentación del archivo, pues los libros de registro de entrada dan cuenta con frecuencia altísima del fallecimiento a los pocos días o meses. Muchos de los que sobrevivían eran acogidos en régimen de “prohijamiento”, muy distinto de la adopción actual. En algún caso, los padres cumplían la promesa explícita en la nota de abandono de recoger a su hijo, a veces por una vía ciertamente novelesca. Pero esta será otra historia.

Pedro Sánchez-Prieto Borja.

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[1] F. y B. Vidal Galache, Bordes y bastardos. Una historia de la inclusa de Madrid, Madrid, Compañía Literaria, 1995.
[2] Fueron publicadas por P. Sánchez-Prieto y A. Flores, Textos para la historia del español, IV Archivo Regional de la Comunidad de Madrid, Alcalá de Heanres, Universidad de Alcalá, 2005.
[3] Población abandonada, que estaba donde el actual aeropuerto de Barajas.